Una oda a las angulas

Un enlatado, un puño de chiles secos y una receta de familia, son lo que me convenció a dedicar mi vida a la cocina.

febrero 21, 2020

Una oda a las angulas

Foto: Juan Pablo Tavera

–Esas son víboras, mírale los ojos, te están viendo— dice mi mamá en voz baja en la cocina de mi bisabuela.

–¿Qué es? —Responde con asombro mi yo de siete años.

–Angulas —dice de vuelta, encomendándome un platito de cristal para llevarlo a la mesa de las botanas.

El aroma me despierta la curiosidad: percibo ajo con chile tostado. El aceite de oliva hace que estos pequeños cuerpos blanquecinos brillen con intensidad. Hay algo en ellos que me recuerda al mar.

-¡Pásamelas! —exclama mi bisabuela Enza, mientras mi mamá hace gestos y lanza miradas amenazantes para evitar el contacto con las susodichas. Ella no las quiere ni tocar.

Con cara de gato risón, la abuela toma un tenedor que sumerge en el aceite. Los pequeños trinches atraviesan sin compasión a las pobres angulas. Pasan al pan y del pan a la boca.

Sólo basta un bocado. Surte efecto en la expresión de mi abuela, que desde mi perspectiva, abre los ojos tanto como en un manga japonés. Aunque la escena me parece un espectáculo, la miro confundida porque no alcanzo a entender su fascinación con estos seres lánguidos en el plato.

—Son una exquisitez —dice mi bisabuelo Guido.

—Maravillosas angulas—exclama mi abuelo Jorge.

—Las hizo Enza, es su receta —tercea mi padre.

Curiosa y con cierta reluctancia, cedo a las peticiones. Tomo el plato y lo analizo meticulosamente. Como si se tratase de un ritual de iniciación, sigo los pasos marcados por mi abuela: las coloco en el pan, las mojo bien en el aceite y las acomodo una a una con paciencia.

Cuando muerdo el pan reconozco una textura suave y el sabor dominante a sal y a mar (por fin entiendo por qué me recuerdan a Acapulco). El aceite se escurre por mi labios, así que hago lo propio y tomo más pan para limpiarme la boca. No hay vuelta atrás, después de este bocado mi destino está marcado: las angulas y yo nos volveremos a encontrar. Ahora entiendo a Enza y comparto su fascinación.

Guido y Enza formaron una familia alrededor de la mesa. Con un gusto acentuado por comer y beber bien. En su casa siempre había carritos con botanas, dulces, panettones gigantes, envoltinis y pastas de diferentes formas. El plato de angulas llegaba siempre puntual, cada celebración, cada Navidad. Lo que no había eran primos o niños con quien jugar, así que yo jugaba a ser grande y a comer como los grandes.

Con el tiempo, las comilonas se volvieron menos frecuentes, se desvanecieron como esas canciones que no terminan de golpe sino que poco a poco bajan de volumen.

De esos tiempos me quedaron las angulas, un enlatado que sembró en mí la curiosidad por la cocina —una que eventualmente me llevaría a cocinar y comer profesionalmente— . Siempre las he considerado un manjar y parte de un recuerdo que llevo, con nostalgia, en el paladar.

Las angulas (las de verdad, porque hay muchísimas imitaciones elaboradas con surimi) son las crías de las anguilas europeas. Son de aguas saladas, profundas y frías.En España es común comerlas en tapas, con huevos rotos y como botana antes empezar las comilonas.

La receta de mi abuela Enza tiene un estilo mediterráneo, donde las comen en cazuelas de barro chaparras e individuales. La única diferencia es que en esos lugares de mares fríos, las angulas se pueden comer recién salidas del mar y no de una lata. Aunque he de confesar que soy una gran aficionada de los ostiones y enlatados marítimos. Mis angulas favoritas son las de El Vigilante, que venden en varios supermercados.

Contrario a lo que dicta la receta de Enza, las como con el aceite de oliva aromatizado con ajo —porque no me gusta comerlo entero—, las pongo en pan y las espolvoreo con una montaña de chile de árbol seco y frito. No necesito más.

Cuando decidí estudiar gastronomía, las angulas volvieron a cobrar un lugar protagónico en mi vida. Al final de cada sesión, la clase tenía que sentarse a probar las recetas del día. Un intercambio que se sentía casi tan familiar como las comidas en mi casa.

Cuando llegó el turno de estudiar la cocina de Grecia y España, también llegó la oportunidad de compartir con la clase mi amor heredado por las angulas. Cuando las vi en el temario me emocioné tanto que le mostré al chef la receta de mi familia y pedí prepararla para todos mis compañeros. Preparé las angulas para coronar unos huevos rotos y baguettes con jitomate.

Desde entonces las angulas se convirtieron en una suerte de amuleto, en una receta a la que recurrí siempre que estaba nostálgica y lejos de mi casa.

Al morir Guido y Enza, guardé una celosa distancia de lo que solíamos comer en familia. En una suerte de duelo dejé de comer angulas por un buen rato. Pero a pesar de mi nostalgia, ellas encontraron el camino de regreso a mi plato.

La costumbre de comerlas renació mientras leía el menú de un restaurante español en la Ciudad de México. El antojo y la añoranza me invadieron y no pude resistirme al plato de huevos rotos con angulas. Compartiendo la mesa con mi padre, recordé por qué el sabor particular a mar, combinada con la yema de huevo tierna, el aceite de oliva y la sal de grano en un pan, son la combinación perfecta y uno de los placeres más grandes en mi vida.

Ahora las como cada vez que hay oportunidad. Siempre que puedo compro una lata y las preparo a mi gusto: con aceite aromatizado con ajo y muchos chiles secos. Cuando vuelve la Navidad y nos reunimos en familia, las comemos como solían hacerlo Guido y Enza, como si el tiempo pudiera ir en reversa. Mi mamá, que no ha superado su aversión, remata
siempre diciendo: “míralas… te están viendo”.

Angulas estilo Enza

1/2 taza de aceite de oliva extra virgen

2 dientes de ajo

1 lata de angulas Vigilante

3 chiles de árbol seco

  • En una sartén mediana, agrega
    el aceite de oliva y deja que se caliente por 2 minutos.
  • Agrega los dientes de ajo completos y deja que se doren en la sartén hasta que estén negros. Retira los ajos
    del aceite.
  • Añade las angulas y mueve por 2 minutos más. Incorpora los chiles y
    deja que se doren.
  • Retira de la sartén y sirve en un platito transparente. Acompaña
    con pan.

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