La sazón afromestiza de Veracruz

Una despensa que refleja la influencia negra, muchas veces negada, del estado.
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En la región de Los Tuxtlas, Veracruz, el plátano roatán, la malanga y la  yuca frita son parte de los platos cotidianos y ceremoniales. Hace un par de años, cuando conocí a la maestra Raquel Torres, cocinera y antropóloga veracruzana, la escuché decir la frase “dime qué comías de niño y te diré quién eres”, mientras impartía una charla en Acuyo, su cocina y taller. Una frase que, años más tarde, me haría viajar en busca de mis raíces.

Un mes atrás de esta publicación, mi madre me habló por teléfono y me invitó a desayunar empanadas de minilla. La masa dulce, suave y porosa era justo como la recordaba de mi infancia. Un bocado me resonó con las palabras de Raquel. Jamás me había preguntado por qué mi madre usaba plátano roatán (plátano dulce y carnoso también conocido como plátano tabasco) para la masa de sus empanadas, simplemente así era, y toda la vida había sido igual.

Viví, crecí y disfruté de mi infancia en Alvarado, Veracruz, una ciudad al sur del estado que es bañada por el Río Papaloapan. Ahí, en ese rinconcito de tierra en el que se puede ver cómo convergen el río y el mar de manera armoniosa, fue donde aprendí a comer. Empanadas de queso o minilla con su masa revuelta de plátano roatán para el desayuno, Choco Milk frío con mucha azúcar, mondongo (nombre local de la pancita) para las fiestas y yuca frita en los velorios. Crecí comiendo el jelengue de mi pueblo alegre y viendo cómo hervía la paila llena de manteca y vísceras para el surtido de los domingos.

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Eddie Zaletas

A lo largo de su historia, la cultura veracruzana ha sido en más de una ocasión artífice del mestizaje gastronómico. Un sinfín de culturas han intervenido en la creación de nuestra identidad y con orgullo las presumimos hoy como propias. Pero entre todas, una en particular se ha mantenido oculta entre la cotidianidad y la costumbre: la negritud.

Cuando le hablé a Raquel para contarle, sólo sonrió y me dijo, “eres negro, hijo”, y así empezó a contarme sobre la cocina de aquella cultura olvidada, segregada.

Los españoles trajeron reses, cabras, cerdos y manteca. Especias de olor, ajos, cebollas y un millar de esclavos negros para trabajar la tierra conquistada. Para mediados de 1800, los asentamientos indígenas habían sido relegados a pequeñas zonas rurales, y las nuevas urbes eran habitadas por colonos blancos en ostentosas haciendas, y por mujeres y hombres negros que trabajaban en los cañaverales.

En las casas de madera con techo de palma se comía lo que el blanco desechaba, no le gustaba o no sabía usar. Vísceras, sesos, criadillas, yuca, malanga, camote, plátanos machos y caña de azúcar.

La comida negra era básica, sin complicaciones pero como su música y bailes, con mucho sabor.

Tatabiguiyayo

Para saber más sobre la cocina afromestiza, Raquel Torres me había recomendado visitar Los Tuxtlas, una zona donde Veracruz se pinta de senderos verdes, para hablar con Nidia Hernández Medel, cocinera e investigadora gastronómica de la región.  

Nidia es licenciada en turismo y cocinera por convicción. Nuestra cita era en Yambigapan, la estancia rural de su familia, que está ubicada en el corazón de San Andrés Tuxtla. Yambigapan siempre huele a hierba fresca y tierra mojada. Entre árboles frutales y ceremoniales que decoran el recinto, conocido por su cocina y hospitalidad, sólo se respira paz.

Mi anfitriona me recibió sonriente con café de olla recién hecho y pan caliente. En la mesa, me habló sobre la influencia afromestiza en la alimentación veracruzana, poniendo como ejemplo los plátanos fritos que se comen en el desayuno o el dulce de camote que no falta en las cenas, los tacos de cualquier víscera de a diario, el torito de coco para brindar y hasta el mondongo en la cruda del día siguiente. “Vamos, donde voltees a ver hay más raíz negra que cualquier otra”, añadió Nidia.

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“Desconocemos parte de nuestra historia y está perdida en el tiempo. Ponemos como emblemas del estado platillos con influencia española, pero todos los días comemos como negros“.

Nidia Hernández Medel, cocinera e investigadora gastronómica de Los Tuxtlas

Además de los citados, Nidia me habló del Tatabiguiyayo, un plato ceremonial que se sirve en las bodas y velorios, “que por los ingredientes y ceremonias alrededor de ellos me atrevería a señalar que son indígenas afromestizos”, dijo Nidia, “nos es tan tan familiar y común comer lo que comemos porque creemos que ha estado aquí siempre, y esto se debe a que nuestras raíces indígenas y negras fueron segregadas y en algún momento se mezclaron. Mezcla que le dio una nueva identidad a la clase baja, y que con el paso de las generaciones se hizo propia y olvidamos su procedencia”, agregó mientras le da el último trago al café.

La mañana seguía y las chicharras alzaban la voz. Rosa Aurora, madre de Nidia, recibía el mandado para empezar el fandango en el fogón. Lagartillo (chambarete sin hueso), tomate, achiote, cilantro cimarrón, hierbabuena, clavos y comino. El tatabiguiyayo se empezaba a cocinar.

Durante poco más de una hora, Nidia y su madre cocinaron juntas, despacio y la mayor parte del tiempo en silencio, como en trance y en complicidad, sólo acompañadas por el sonido de la selva alrededor, el tronar de la brasa y el hervor del caldo rojo.

Con dos dedos, Rosa Aurora agregaba poquito más de sal o comino machacado a la mezcla. “Aquí no hay una receta fija como las que hacen los chefs, aquí se sazona con el corazón y la experiencia”, apuntaba la vieja afrodescendiente mientras me sonreía y Nidia se ocupaba de una cazuela de mondongo frito con cebolla, hierbas de olor, chile y ajo.

Pronto el tatabiguiyayo estaba listo. Agua fresca de grosella, tacos de mondongo y un buen plato del caldo ceremonial afromestizo fueron el banquete. En la mesa, Nidia me platicaba sobre la importancia de darle su lugar a nuestras raíces.

“Nos enseñan mucho a recordar nuestras raíces indígenas, pero poco se habla de la negritud. En algún momento entre los 1800 y los 1900, desde la cuenca del Papaloapan hasta Los Tuxtlas, la mayor parte de la población de clase baja eran esclavos negros y no indígenas. Ve los fenotipos y date cuenta, labios gruesos, glúteos grandes, cabello hirsuto. Somos negros, comemos como tales y por eso debemos respeto y agradecimiento a nuestras raíces”, finalizó Nidia sonriendo.

Mogo Mogo

Salí de San Andrés Tuxtla a las 9:23 a. m. de la mañana siguiente. Mi amigo, Víctor Herrera, fotógrafo documentalista de la región, me había invitado a visitar su pueblo, Juan Díaz Covarrubias. A sabiendas de mi propósito de documentar la negritud, Víctor tuvo a bien conseguir quien me enseñara a hacer mogo mogo, un plato emblemático de Los Tuxtlas que es un ejemplo claro de nuestra cultura negra.

Hasta entonces, lo único que sabía de Covarrubias es que me esperaba un calor brutal. Víctor y su familia me recibieron con tres vasos de agua helada en medio de una mañana vaporosa y sofocante.  

Partimos rumbo a la casa de Renán García Domínguez, cronista de la ciudad y primo hermano de quienes ese día serían mis maestras en la cocina, Rosa y María Elena Alfonso Reyes. Renán me contó que los esclavos negros llegaron a la región cuando la producción de caña de azúcar creció en la zona, asentándose en los alrededores de la cabecera municipal y puestos a trabajar hasta morir de cansancio.

Ese día había fiesta en la casa de las hermanas Alfonso Reyes y se cocinaría caldo de res con verduras, malanga, plátano y mogo mogo. El segundo es un plato sencillo, humilde y sin pretensiones que se prepara machucando plátanos machos verdes en un metate, que luego se fríen en manteca de cerdo y se endulzan con azúcar de caña. Una preparación que fue durante años el acompañante perfecto de las mañanas y el café de las familias afromestizas, pilar de la alimentación diaria y receta precursora de un sin fin de variantes que hoy se sirven en cientos de restaurantes.

A diferencia de Nidia, las hermanas Rosa y María Elena eran bullangueras, alzaban la voz y reían estrepitosamente. Su cocina estaba llena de humo y casi sin luz, a excepción de un rayo que se colaba entre las maderas.

María Elena era diestra con la piedra que machacaba los plátanos verdes previamente cocidos. “Hay que ponerle mucha manteca para que sepa”, me decía la mayor de mis maestras.

Azúcar, sal y listo. Me sirvieron mi porción y un jarrito de a cuarto lleno de café negro.

Charlamos por un par de horas, recordaron a su abuela y su comida. “Ella hacía unos caldos de olla muy sabrosos, le ponía su repollo, su plátano, sus zanahorias, sus chayotes, sus ejotitos, su malanga y sus camotes. También hacía unos tamales dulces de frijol con mucha azúcar, y su atole de yuca nunca le faltaba para tomárselo en su jarrito de siempre”, me decía Rosa con voz nostálgica.

“Yo aprendí de mi abuela a echar tortillas, y a que en la mesa no podía faltar arroz blanco y plátanos fritos cuando hubiera frijol negro recién hervido”. 

María Elena Alfonso Reyes, cocinera afromestiza del pueblo Juan Díaz Covarrubias

Me despedí de mis anfitriones, agradecido de tanto cariño. Ahora me tocaría conocer a Delfina, la nieta de una esclava negra y fundadora de una comunidad afromestiza en Los Tuxtlas.

Plátano, malanga y yuca

Cuando llegué a la cita, Delfina Gamboa y su hermana Elsa empezaban a cocinar. Cada casa tiene sus platillos favoritos, y en esta, los tostones de plátano, tortillas de malanga y el atole de yuca con piloncillo se pueden comer a diario.

Mi abuela llegó a América como esclava desde África. Arribó en barco y entró por Belice, luego la trajeron a Tlacotalpan junto con un centenar más de esclavos. Ahí se crió y vivió toda su adolescencia. En la época del Porfiriato, se enamoró de mi abuelo, un español que se la trajo a Los Tuxtlas y con quien se asentó en las faldas de un cerro en Coyoltepec. Ahí, de la nada, fueron los fundadores de lo que hoy es esa comunidad junto con otros esclavos negros que huyeron de las haciendas en el sotavento”, me contó Delfina sobre su familia.

Delfina aprendió a cocinar viendo a su abuela, la negra, aplastar plátanos para freírlos, estrujando la masa de malanga para las tortillas y martajando tomates chiquitos (tomates citlalis) con hierba mora. Cocinar le provoca placer y cuando la haces reír, lo hace a carcajadas. Trata de enseñarle a su nuera lo mismo que le enseñó a su hijo, a cocinar, para que la cultura y recuerdos trasciendan de una generación a otra.

La cena incluyó tortillas de malanga con salsa martajada de hierba mora y tomate chiquito, memelas de acuyo y manteca, tostones de plátano fritos y atole de yuca con piloncillo. Antes de retirarme, mi mística nueva amiga, me apartó de la cocina y pasó tres limones por todo mi cuerpo para darme una limpia de la mala vibra. Al terminar, me dijo: “Cuida tus pasos, no todo el que se acerca y te da la mano es tu amigo. Tienes una conexión grande con el universo”, después de eso sonrió viéndome a los ojos y me abrazó.

A la mañana siguiente pasé a despedirme de Nidia antes de partir. Tenía el desayuno servido, yuca en su máxima expresión: chileatole, bolitas rellenas de queso, frita con ajo y atole, una delicia.

Camino a casa, mientras los cañaverales se asoman por la ventana, pienso en que Veracruz es mucho más que arroz con pescado, volovanes y café. Esta tierra compleja, mestiza y orgullosa, brilla por su diversidad gastronómica y los mil rostros que emanan de ella. Pienso en Nidia y su madre cocinando juntas recetas que transmiten identidad, pienso en la sonrisa de las hermanas Alfonso Reyes y el sabor dulce del plátano machucado. Pienso en Delfina, sus tortillas calientes de malanga y el orgullo que siente cuando muestra las fotos viejas de su abuela negra.

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Eddie Zaletas

Como dice Raquel, “más seguido deberíamos preguntarnos qué comíamos de niños para contestarnos quiénes somos”. Después de tres días en Los Tuxtlas, estoy seguro que regreso a casa con el buche negro y el corazón dulce.