La Utopía de la Langosta

En Punta Allen, una población en Quintana Roo, hay una comunidad pesquera que está cambiando los modelos de producción de este crustáceo.
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Culpo a Yorgos Lanthimos porque cada vez que escucho la palabra langosta recuerdo al personaje de David, intepretado por Collin Farrell, quien elige a ese crustáceo como el animal en el que quiere convertirse si no encuentra el amor, ya que son longevos y sexualmente activos durante toda su vida. 

Estos bichos marinos no sólo son referencia en películas como esta por sus características de vida sino que representan un ingrediente codiciado, que es el sustento de varias familias en Punta Allen, en Quintana Roo, una población que dista de las muy turísticas y muy estilizadas en este estado. Allí hay un ejemplo que parece utópico frente a otros modelos de producción y comerciales. 

Su alma es pesquera y comunitaria. Su nombre original es Colonia de Pescadores Javier Rojo Gómez y es parte de la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an, que forma parte del litoral central que cruza los municipios de Felipe Carrillo Puerto y Cozumel. Ahí se siente una Riviera Maya distinta. Si bien se dice que este crustáceo es un alimento  costoso y para las clases altas —aunque su historia apunta a que fue sustento para los primeros colonos europeos durante tiempos difíciles en Norteamérica y que era la proteína de los pobres—, su contexto tiene algunas aristas más para quienes lo tienen como parte de la alacena cotidiana en México. 

Jesús Pereyra es pescador y dice que comen esta especie cuando no tienen dinero. Eso lo sabe de sobra él, que es tercera generación en este oficio. Nació y ha crecido en este lugar. “Parece chiste pero es la realidad. Todos los días la sacamos… Langosta, pescado, langosta, pescado… Es más, si traes huevo, ¡te lo cambio! Me gusta a la mantequilla, en ceviche con jitomate, cebolla, limón, cilantro y chile habanero. La mejor combinación es acompañarlo con cerveza”, comparte mientras estamos en su embarcación en la Bahía de la Ascensión. 

Él es parte de la Sociedad Cooperativa de Producción Pesquera Vigía Chico, nacida en 1968. Explica que la copra, la definición que le dan a la plantación de palmeras de coco, sus procesos y derivados, fue su principal actividad económica, pero que hoy en día lo es la obtención y la venta de langosta espinosa o langosta del Caribe, que está certificada con el programa Pesca con Futuro del Consejo Mexicano para la Promoción de los Productos Pesqueros y Acuícolas, COMEPESCA). 

El Albatros es la embarcación que transporta a Jesús y a Alejandro Cuxim, el buzo que captura a estos bichos exquisitos. Él es de Mérida pero lleva catorce años en estas tierras. Llegó como mesero, pero su destino ahora es bajar a pulmón desde tres hasta quince metros para perseguir a este animal bajo del agua para luego meterlo a su red —que se conoce localmente como jamo y que son elaboradas por las esposas de quienes se ganan el sustento en el mar—. 

La temporada de langosta es de julio a febrero. No tienen días específicos para trabajar. “El único que puede decirnos cuándo es el de arriba, cuando nos da un buen clima”, dice Jesús. Dependen de la claridad del agua, de la temperatura, del viento, de si llegó un huracán… Esta es una buena época, pero han enfrentado diferentes crisis y dificultades como cuando la fuerza del huracán Gilberto cambió el ecosistema

Siguen vislumbrando amenazas como los grandes proyectos turísticos, el cambio climático, las lluvias atípicas y hasta la acumulación excesiva de sargazo, que cuando se queda en la orilla provoca la muerte de peces y algas por falta de oxígeno. La langosta vive en los arrecifes coralinos y al no tener qué comer, se va a zonas más lejanas. Su dieta consta de algas, caracoles, cangrejos y otros organismos. Su presencia es un indicador de la salud y la biodiversidad del ecosistema.

Para darles lugares donde refugiarse y hacer más sencilla su pesca diseñaron unas casas cuadradas, que colocan en el fondo marino, y que bautizan a veces como sombras. Antes de que se declarará esta región como reserva, se usaba palmera de chit, que es endémica. Luego cambiaron ese arte de pesca a fin de cumplir con la conservación ambiental e idearon construcciones con placas de concreto y alambrón. Hay de diferentes alturas y largos y pueden llegar a pesar de 100 a 120 kilos. En estas cuevas artificiales, los marcianos caribeños se refugian y se alimentan, pueden entrar y salir a placer. 

Del blanquizal al negrizal y de vuelta es una distancia observable, empírica, no numérica: es su forma de comprender el mundo; con esto se refieren al área en donde están las sombras. Se decidió repartir las parcelas entre los socios de la cooperativa y trabajan entre sí, hay ordenamientos y reglamentos a seguir, certificaciones de calidad que se cumplen y métodos de vigilancia para evitar la pesca furtiva. Dejan que los que no son oriundos de Punta Allen se integren a las jornadas, siempre y cuando algún miembro autorizado los acompañe. 

La talla oficial que deben tener para venderlas son catorce centímetros (del anillo de su cabeza a la cola), según las reglas de su organización. Para que alcancen este tamaño deben pasar dos años. Ya cuando están todas reunidas en la barca hacen un rechinido peculiar, se enroscan cuando las tocan, pero en el agua son muy rápidas y hábiles. Suelen ser solitarias, pero migran en grupos y son propensas a las enfermedades. Jesús y Alejandro están al pendiente de este hecho constantemente. Deben conservarlas en agua, vivas y en buen estado para entregar una producción óptima al final. 

Un erizo le lastima la mano al buzo: sabe que son los gajes de su profesión. Le gusta estar bajo el agua y es que ahí, entre corales morados y peces damisela, o hasta manatíes, se le pasan las horas. “Nos dedicamos 100% a la pesca como a dar servicios turísticos y de pesca deportiva. El ingreso de la venta se distribuye entre los pescadores. Por ejemplo, esta producción la entrego a la cooperativa y la administración se encarga de hacer la venta con diferentes empresas. A mí me dan una nota de recepción y todas se juntan el día que nos van a pagar y se suman”, explica Jesús. 

Todos los pescadores reciben $300 pesos por kilo (de cada seis langostas, hacen uno) y la venta al público es de $330 pesos entera. Los únicos que ganan más son los inversionistas, es decir , el dueño del transporte: a ellos se les da el doble pues tienen gastos de combustible y mantenimiento —en el caso del Albatros, Manuel, el padre de Jesús, es esta figura—. Es importante decir que usan motores ecológicos de cuatro tiempos para ahorrar energéticos.

“Nosotros quisiéramos vender sobre todo de forma regional. Estamos tratando de ver que lo que se vaya sea reconocido, que la gente sepa que viene de Punta Allen y que el que venga a comer, sepa de dónde proviene. Ahora lo tenemos que dar a una empresa que distribuye en Cancún y sí, puede ser que exporten, no lo sabemos. Queremos evitar intermediarios, en algún momento necesitamos saber hacia dónde vamos a destinar nuestro producto”, expresa Jesús. 

A diferencia de otros campos en los que los jóvenes se alejan, en su proyecto hay muchos involucrados porque hay asociada una filosofía de conservación, comunalidad y cariño por la identidad. “Punta Allen es rico, no en dinero, sino que somos ricos en conciencia; por lo mismo tenemos lo que están viendo ahorita y queremos que todo el mundo lo note y lo aprecie”, agrega. 

Aman ser pescadores y a los hijos, desde que empiezan a crecer, les encanta acompañar a sus padres. Lo mejor es que hoy en día muchos estudian turismo, biología marina y más. Jesús sueña con poder becar a más para que vayan creciendo académicamente y luego regresen para aportar algo a su terruño, a su querida mar. Antonio Pereyra, su abuelo y fundador de esto que ahora es realidad, estaría orgulloso. 

Al regresar a tierra, dos mujeres esperan para mostrar las formas en las que ellas cocinan la langosta. Lucia Cosgaya y Guadalupe Cocom son cocineras, esposas de pescadores, madres de familia y trabajadoras. Ambas decidieron comenzar con talleres gastronómicos a fin de mostrar su cultura alimentaria. Conocen bien cómo gestionar el gasto, los ingredientes, los cultivos de traspatio, las técnicas de conservación y de cocina

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Mariana Castillo

El platillo a preparar se llama langosta coprera —por aquello de la copra—, o seré de langosta. Guadalupe no es de Punta Allen, sino de una población cercana a Tekax, Yucatán. Se lo enseñó un amigo de Belice y con él ganó el primer lugar del concurso en el Festival de la Langosta local el año pasado. Y es que en realidad ella está en los fogones desde los doce y prepara desde chirmole hasta queso relleno y panuchos. Lo cuenta con alegría, incluso después de confesar sus horarios laborales extenuantes en un complejo turístico fuera de ahí. 

La receta lleva leche y aceite de coco, ajo, jitomate, sal, pimienta, las mitades de las langostas, fuego lento y su mano. No sé si tenía la textura correcta, la temperatura deseada, la verdad no importó, pues lo rico fue una consecuencia de la colectividad. La Nao de China y la migración caribeña en una olla charlaron de tú a tú, dieron el goce que se hace taco y se comparte. 

Lucía es quien enseña cómo partir la langosta. Ya muerta se golpea con un mazo de madera. Es difícil hacerlo: su concha exterior es durísima. Se le debe pegar al centro y además se tiene que usar un cuchillo grande para ayudar a dividirla. La maestra en este proceso confiesa que guardan la parte de la cabeza, con sus simpáticas antenitas, como juguete para los niños. Además, cuenta que la grasa que se encuentra entre su carne y es de color ocre, se retira por estética cuando se consume entera, pero que se puede reservar para mezclar con un poco de ajo para obtener un sazonador natural. Asimismo, esta se añade para guisar pibil o chilpachole, que lleva chiles guajillo y ancho, tomate, cebolla, ajo, epazote, achiote y jitomate, y es plato dominguero, como el seré. 

“Soy hija de pescador. Comíamos pescado siempre. Llegué a Punta Allen y me casé con un pescador. Hicimos nuestra casa pescando y comiendo. Tres veces como mínimo está en el menú, mucho más que la langosta, pero también nos gusta mucho. Estamos acostumbrados, por economía, por salud. No comemos especies en veda, no contaminamos. Escogemos lo fresco, lo local y lo que podría llamarse orgánico. No vamos al mercado de Tulum, que está imposible. Nosotros somos como marcianos comparados con ellos. No podemos guardar ninguna de las dos especies por muchos días por el tema de la electricidad”, platica Lucia. 

Allí en Punta Allen usan luz solar, apenas si tienen dos megas de Internet (cuando quieren ver series, van a localidades vecinas a descargarlas). Cuentan con un programa de manejo de residuos para evitar la contaminación, generan campañas para reducir consumo de plásticos y al mes realizan limpieza de la playa. Su utopía hasta el momento funciona: construyen su realidad como lo desean y las langostas les ayudan a lograrlo.