Una oda al caldo de pollo

caldo de pollo, sopa de verduras

Tita recupera el habla después de probar un par de cucharadas del caldo de Chencha, su cómplice en la cocina de casa y una mujer más afectuosa que su propia madre. Nada había resultado efectivo hasta entonces. Con una sopa Tita había recuperado la voz y la cordura perdida por seis largos meses.

Pienso de inmediato en esta escena de Cómo agua para chocolate cuando me toca escribir una oda al caldo de pollo. Aunque, en honor a la transparencia, la receta mágica del libro es con colita de res, la uso porque  creo que resume una idea que llevamos anclada desde nuestra infancia, esa que atribuye poderes curativos —más efectivos que la medicina, en este caso hiperbólico y ficticio— a un caldo de pollo.

En el imaginario colectivo, nutrido por escenas de películas y libros que recetan caldo de pollo para el alma, ha quedado dicho que esta sopa es el arma blanca de las madres para derretir corazones, para aliviar resfriados y a la que recurrimos con constancia no para aliviar el hambre sino los malos ánimos.

Esta idea es tan popular en occidente como en oriente. Lo que tal vez varía son las recetas: unas van con fideos, otras con vermicelli o bolas de matzá, otra con un toque de limón o verduras como el bok choi. Pero el principio es el mismo: el caldo de pollo es, en muchos idiomas, sinónimo de bienestar, apapacho y satisfacción.

La ciencia, que se dedica a observar y estudiar esos comportamientos curiosos que solemos tener los bípedos, ha proporcionado los fundamentos de esta creencia que opera, en primera, como un efecto placebo. Una dosis, bien recetada, de sabiduría popular que el cuerpo interpreta como señal de bienestar —porque un resfriado quién es como para meterse con los remedios caseros de las abuelas—. 

Lo que dicen también algunos estudios es que el caldo de pollo —y muchas sopas, de hecho— son un alivio para el cuerpo deshidratado a causa de los síntomas del resfriado común y otros malestares —yo recurro a ella a menudo para traer a mi cuerpo a tierra después de un largo viaje—. Los ingredientes que componen a un caldo de pollo  —digamos los más básicos, como cebollas y  ajos— también juegan un rol en su manifestación de tónico restaurativo. En su conjunto, son ricos en fitonutrientes, que tienen un rol en un sistema inmunológico sano.

Cuando era niña, me aterrorizaba un poco la imagen de una olla de caldo con las patitas de pollo con piel. Y la sensación solo crecía cuando alguna —en ese juego eterno de ruleta rusa que es la vida— aterrizaba en mi plato, junto con la condición —bajo la que crecimos muchos niños en los años tardíos de la década de los ochenta— de acabar con todo para poder levantarme de la mesa. Y ni hablar, el sacrificio se hacía.

Casi como un oxímoron, encontraba en aquel entonces —y, que les digo, hasta la fecha— más apetito en las vísceras, podía comer higaditos y estar en paz con la textura chiclosa de los corazones. En mi cabeza, comer el caldo con menudencias era un acto de madurez y de niña grande, el pase ritual para sentarse en la mesa de los adultos.

Además del casero —acompañado siempre con tortillas y aguacate— soy poseedora de una lista sustancial de caldos de pollo memorables pero hay dos, en particular, que rondan mi cabeza con más persistencia. Uno es el caldo del Merendero Biarritz, un negocio en la colonia Doctores, que abrió sus puertas en 1956. Una joya del barrio que recuerdo por sus platos copiosos y las mesas blancas en las que alguna vez tuve una cita con un amor del pasado, aunque ya no sé si el corazón del hombre era mejor que la del pollo desmenuzado.

El segundo es más reciente. Un serendipity. El plato de un restaurante griego que se cruzó en mi camino en medio de un aguacero —inserten aquí la escena de mujer sin paraguas en el verano de la Ciudad de México, un clásico—. El restaurante era Mythos y el caldo un avgolemono, una sopa con pollo desmenuzado, huevo y limón, una receta que, de acuerdo a los historiadores, es una herencia del siglo II a.C, no de los griegos sino de los judíos sefardíes.

No apreciaba la historia en el momento de conocernos, sino los delgados hilos de huevo en mi plato y el punto perfecto de acidez. Una, dos, tres, cucharadas y estaba de vuelta en el cliché: la sopa de pollo es para el alma.