La hora de la cena

Hay magia en la cocina, se sabe hace mucho. Qué otra cosa explica que una ostra nos devuelva los primeros pasos cuando éramos muy pequeños y sentimos, por vez primera, la espuma del mar entre los dedos de los pies. Que al probar una cebolla recordemos el olor de casa, impregnado de aderezo y amor. […]

diciembre 22, 2017

La hora de la cena

Foto: Minerva Gm

Hay magia en la cocina, se sabe hace mucho. Qué otra cosa explica que una ostra nos devuelva los primeros pasos cuando éramos muy pequeños y sentimos, por vez primera, la espuma del mar entre los dedos de los pies. Que al probar una cebolla recordemos el olor de casa, impregnado de aderezo y amor. Que al comer del fuego de una improvisada parrilla regrese el aroma del campo entre leños churruscándose en los ensayos de adultez de las escapadas adolescentes. Pero también esa capacidad de inocular, como si hubiera estado siempre, un nuevo sabor, aroma, experiencia, y con ellos, una forma inédita de comer y entender las cosas. Cuando a un cocinero se le entrega la memoria, el resultado es un portal de convergencia, un remolino atemporal, el Aleph en una cuchara. Como brujos, los cocineros, capaces de doblar el tiempo, estirarlo siglos y comprimirlo en un segundo. De hacer que el ayer de hace 30 años regrese joven y nuestros hábitos e ideas del mañana se anticipen en un bocado tan consolidado que se siente adulto. De reducir una vida a un instante o hacer durar un instante una vida. Tales son el poder y la magia, tal el encantamiento que nos imponen. Tan irrestricta nuestra sumisión. Ocurre también con el queso, el vino y el pan, cuando el tiempo opera como artista secreto que cremifica, añeja, complejiza y leva los sabores y texturas que pronto ampliarán nuestra conciencia. Su intervención es tan definitoria y omnipresente en el paisaje gastronómico como la ausencia de oxígeno para quienes habitan en las alturas. Es tan obvio y natural, que lo pasamos por alto: el tiempo es el ecosistema de la cocina, y por ser parte implícita de su paisaje, la mayoría de las veces no es su tema.
Cena

Minerva Gm

Cuando lo es, rara vez genera aplauso. Quizá tenga que ver el hecho de que a la cocina –y a sus notables invenciones– todavía se los trata como placeres terrenales que distraen a quien los experimenta de ideas más profundas y abstractas. “Al fin la hora de la frivolidad”, celebran en algunos comedores la llegada del almuerzo, negando para sí la posibilidad de rasgar lo sagrado y lo inasible con una comida. Por fortuna todavía hay algunos filósofos y artistas que, amparados en el influjo del fuego primigenio, encuentran en lo cotidiano una ventana a otra forma de sentir y estar y, con ello, una manera de hacer del tiempo un sirviente. Algo de eso debió constatar el mexicano Enrique Olver a cuando volvió, días más tarde, a probar el mismo mole que había comido el primer día de feria, y notó, entre organillos y jolgorio, que sabía muy distinto, que los aromas se habían integrado, y que una mano invisible y mucho más sabía había movido la olla para lograr este mágico resultado. Este “Eureka” se reproduce cada vez que sirve en Pujol su celebrado Mole madre: como se hace con la masa madre del pan, cada día se reemplaza una parte del mole del día anterior por uno recién hecho, luego se sirven ambos en un plato –intenso caoba, el mole joven, rojo teja el más viejo, como cuando el vino ha mejorado con la guarda–, y a uno no le queda otra que disfrutar del contraste y las ideas y descubrir que envejecer es hermoso. Esa misma magia se percibe cuando se recalienta la comida de la cena un día después, o cuando en Perú mezclan el guiso de anoche con aderezo y arroz de hoy y lo ponen en una sartén para tostarlo y darle profundidad al desayuno: empieza un día que nace adulto, o, cuando menos, sabio. Le pregunto al chileno Rodolfo Guzmán por el plato que llama Un año alrededor del peumo. “¿Cómo te acuerdas de ese postre?, es antiguo”, me dice. Lo sirvieron en su restaurante Boragó en 2013 pero se empezó a preparar un año antes. El peumo es un árbol que da fruto en invierno con un sabor y una textura muy suaves. Al final de la temporada fría el fruto se estresa y produce mucha azúcar así que lo fermentan como un miso hasta el año siguiente. En febrero las frutas del peumo están todavía verdes así que las recogen y preparan un vinagre en el que maceran los peumos de marzo. En mayo los marinan en destilado de uva y en junio los fermentan. En julio empieza a acumular azúcar así que hacen dulce de leche con él. Los primeros peumos de agosto se tratan como aceitunas, en salazón. Las hojas se encurten por dos semanas y resultan gelatinosas, casi como algas. Días antes de servir aparecen los botones de las flores con sabor a miel. Se emplearán como condimento en el plato. Un año después, cuando el peumo vuelve a estar en todo su esplendor, todos estos elementos se pondrán en escena sobre la vajilla junto a un sorbet de vinagre del mismo fruto, un crumble de chocolate blanco quemado y una rama congelada del árbol con peumos frescos a los que se les saca la pepa y se rellenan con el miso de un año atrás. Como si estuviera en Los Andes agrestes, el comensal los “recolecta” en el restaurante, jalándolos de la rama helada. Una reflexión parecida sucede al otro lado del mundo, en Varsovia. En esta tierra de científicos y cabalistas opera el restaurante Atelier Amaro, de Wojcieh Modest Amaro. La idea de su cocina es representar el aquí y el ahora de la manera más fiel que se pueda. Una vez me tocó escuchar uno de los hechizos que emplea para tan magnífico propósito: en la primera columna de un cuadro de doble entrada, se registran los productos que pueden encontrarse en el entorno de su restaurante (fresa, papa, trucha, yerba de bisonte), y en la primera fila se enumeran las semanas del año considerando estaciones y ciclos de cosecha, recolección y pesca (semana uno, semana dos, semana 15, semana 37). En las casillas de convergencia se registra el estado del producto en el marco de tiempo que lo precisa: dulce o ácido, graso o magro, verde o maduro, seco o jugoso. Si se quiere construir un plato que resuma un periodo específico del año, basta con recoger de la columna que le corresponde los productos en el estado en el que estuvieren y armonizarlos con suficiente arte. El resultado es una fotografía sensorial del paisaje y el sabor de una semana, muy diferente del de cualquier otra. No es gratuito que razonamientos tan complejos y platos tan profundos solo puedan experimentarse en restaurantes –la magia, como la cocina, son artes cuyos secretos se revelan a unos pocos–, pero es posible intentar algunos ejercicios de prestidigitación en la esfera doméstica. Haga de cocinero y brujo e intente capturar el tiempo en alguna fruta o vegetal. Ensaye, por ejemplo, con una alcachofa. El catálogo de recetas del mundo revela que son infinitas las maneras de abordarla, pero también en casi todas partes se ha privilegiado solo una, me gusta pensar que por su capacidad expresiva y su belleza: Para que el ejercicio funcione debe hacerse con respeto absoluto. “La alcachofa requiere silencio”, escribió por algo Philippe Delerm. Primero enfrentamos la puntiaguda fortaleza con los ojos, reparamos en sus filos y anticipamos sus tesoros; salivando –esta actividad es indispensable–, la deshojamos como una margarita, y arrancamos, uno tras otro, estos bastiones que sin éxito intentan algo de resistencia. Las llevamos como una lengua a la boca al ritmo de nuestro apetito. Una hoja, una fracción de historia. El sabor de cada una se parece, pero nunca es del todo igual: en ese verde adormecido se imponen alternativamente lo herbáceo o lo ferroso, una caricia delicada o una pequeña alerta. Y mientras el corazón va quedando desnudo, cada pétalo de la alcachofa se convierte en una experiencia única e irrepetible. Luego, el centro, la fiesta, la plenitud, el fondo. Sobreviene la muerte y queda una ruma de hojas carcomidas que pronto serán tierra. Abracadabra. El sortilegio está hecho. El tiempo se ha paralizado. Disfrute la eternidad de ese momento, que dura poco, hasta la próxima comida.

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