Costa Rica: territorio comestible

Entre paisajes verdes, ríos de corrientes veloces y playas prístinas Costa Rica es un país que alza la voz por sus productos y cocina.

junio 3, 2019

Costa Rica: territorio comestible

Foto: David Flores

Una mano esbelta me saluda en la entrada del aeropuerto, es el chef José González, un hombre sonriente que me recibe con un abrazo tan desenfadado como el deslavado de sus jeans y camiseta. “Costa Rica es un país comestible” afirma entusiasmado apenas pongo un pie en su camioneta, una declaración que repite, fuerte y claro, durante el trayecto. “Nuestra cocina es mucho más que arroz y frijoles” agrega mientras hablamos de las bondades del clima y los barrios de San José, una ciudad que, a ojos de este cocinero, tiene la despensa, literalmente, al alcance de la mano, donde comer bien es tan fácil como arrancar la fruta de un árbol.

Aunque la cocina apegada a los ingredientes locales es todavía un tema inadvertido para una mayoría, para chefs como González es el presente y el futuro: de sus proyectos como restaurantero, de la alimentación balanceada de los costarricenses y del turismo, es la vía rápida para que los viajeros, que llegan atraídos por las playas prístinas, el espesor de las junglas y la fauna diversa, se vayan con el estómago lleno y un buen sabor de boca. 

Una ventana para amplificar el mensaje es la iniciativa Centroamérica Unida, de la que José es anfitrión en los días siguientes a nuestro primer encuentro. Este movimiento nació para proyectar la gastronomía de toda la región. Así, al roadtrip tierra adentro por las fincas y restaurantes de Costa Rica se nos unirán colegas locales, como Santiago Fernández del restaurante Silvestre, Pablo Bonilla de Sikwa y Saúl Cordero de Antik y otros visitantes como Pablo Díaz de Guatemala, los panameños Carlos Alba, Hernán Correa y José Carles, y los creadores de la iniciativa Alex Herrera y Grecia Navarro de El Salvador. El objetivo: probar, conocer, comparar similitudes, entablar diálogos y preparar una cena a veinte manos con las conclusiones.

Blessed, mae

“Es la forma de comer fresco, limpio y sano y la base de cualquier cocina seria” dice certero José González cuando llegamos a la finca de Al Mercat, el lugar donde orgullosamente cultiva muchos de los productos que sirve en su restaurante homónimo y donde hay espacio también para el ocio, el ping pong y una tarde de tragos.

En este remanso, al lado del río Tiribí, crecen hortalizas, hierbas de olor como el tomillo, el romero, cítricos —un eje en la cocina de González— frutas como el mango, la papaya, verdolagas, rábanos, betabeles  y productos que son emblemáticos en la alimentación costarricense como los bananos, el ayote (una suerte de calabaza) y el chayote “del que nos comemos todo, las guías, las hojas y en temporada hasta la raíz”. Para muestra José nos ofrece una tostada de maíz azul con un guiso de chayote, cebollita morada y queso rallado como aperitivo. Más tarde cenaremos en su restaurante Al Mercat donde ahondará, desde la práctica, en los giros de tuerca que se pueden aplicar a los productos nacionales cuando se intervienen a través de una cocina sencilla, franca, accesible y prácticamente anclada a los vegetales.

Este mirar hacia adentro, a la raíz, a lo propio y lo cercano, es un principio que muchos cocineros de América Latina comparten. Para José, de 33 años, es el puerto de llegada después de una travesía vocacional, de un movimiento pendular que lo ha llevado de los libros de leyes a la cocina, de Francia a Costa Rica, del menú degustación al family style: “en Costa Rica comemos en abundancia, al centro, nos gusta compartir” explica, antes de dar inicio al festín.

Toda la información que José González le dio a nuestras papilas se complementa con un par de días de carretera, visitas a otras fincas y una mañana de compras en una de las ferias del agricultor de San José (el nombre local de los mercados costarricenses), donde los sentidos se abren a una amplio espectro de hierbas, vegetales y frutas, una de las familias más variadas y complejas de la cultura gastronómica de este país.

Una mañana la dedicamos a recolectar moras, metidos entre las matas que crecen en las hectáreas de la finca de una familia que produce, trucha ahumada y quesos estilo suizo. Otra mañana repetimos el ejercicio con las manzanas criollas, una variedad bicolor, con una cara verde y otra roja, que cabe en la palma cerrada de la mano, una fruta pequeña pero potente, jugosa, de carne firme, y acidez brillante que nos deja prendados.

En las vetas de cada camino, ya sumidos en la vida rural y como José lo ha advertido, casi todo a nuestro alrededor es comestible: caminamos rodeados de árboles frutales y hierbas que los chefs prueban, analizan y se llevan a la boca sin hesitación. Algunos, como los berros, terminarán en el menú de la cena de gala de Centroamérica Unida, otros, felizmente, en nuestras panzas.

Para el almuerzo, en el pueblo llamado Limón, visitamos la Finca Chiquita un espacio dedicado a la agricultura rural en la que Saúl y su esposa reciben con una bebida fermentada de flor de jamaica, agua de naranjilla y un menú de guisos caseros  y apapachadores, preparados con productos que cultivan y crían en casa: hortalizas, cítricos, cacao, tilapia. La tarde transcurre en calma, mientras bañamos los patacones de fruta del pan en una salsa picante y los chefs brindan por el frente centroamericano que los reúne otro año, por la fraternidad”.

La gran cena

La inmersión en los productos culmina de vuelta en San José, en una visita a la feria del agricultor donde los chefs hacen, finalmente, la carta a Santa Clos con los pedidos para su cena. Estas ferias, en las que 80,000 costarricenses compran alimentos, son la muestra final de la abundancia y diversidad del país.

Entre puestos que exhiben al menos cuatro tipos de mangos y guanabanas gigantes, volvemos sobre  los pasos de José González,  quien recorre este mercado todos los sábados. Hacemos una parada en un puesto para comprar guisantes (petit pois) que el chef nos invita a probar, solo para mostrarnos que su dulzura es inusitada. Vamos después a otro puesto donde están a la venta las famosas manzanas de agua una variedad de cáscara roja y forma irregular (más parecida a una pera) con una carne de consistencia algodonosa y un poco astringente. Una de las favoritas de la chef salvadoreña Gracia Navarro.

Pisando ya los terrenos de lo desconocido-vuela sesos paramos para comprar cas, una suerte de guayabas verdes de una acidez desenfrenada, parecida a la de un limón. “Podría servirla en gajos con chile para acompañar un mezcal” dice Pablo Bonilla, un chef costarricense conocedor de los gustos mexicanos.

El recorrido termina con un carrito de compras colorido y reventar y con una parada a un puesto de pupusas salvadoreñas, un último bocado antes de que los chefs pongan manos al trabajo para combinar lo de casa (sus técnicas y estilo) con lo ajeno, de tomar prestados por una noche el sazón y la buena vibra impregnada en los productos ticos.

¿El resultado? Un menú de mar y tierra, con esas manzanitas criollas acompañando un cordero, con un plato basado cien por ciento en los vegetales de la feria, en un postre de maíz, ese ingrediente madre que une a este grupo de cocineros, a Costa Rica y a toda América Latina.

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