Barbacoa con sopa fría y frijoles puercos el platillo sinaloense que debes conocer

Un platillo que me enseñó lo que significa ser de Sinaloa.
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Tener sangre sinaloense es algo que no se puede negar ni ocultar. Quienes la llevan en las venas van por la vida hablándole golpeado a la gente —aunque no estén enojados—, subestimando la calidad y sabor de los mariscos de otras latitudes ‒especialmente del Golfo‒ y viven con un espíritu de fiesta eterna ‒con pisto incluido, obviamente‒.

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Me encantaría decir que nací con esas tres características, pero en realidad las fui aprendiendo con el tiempo. Mi historia de vida comenzó en la Ciudad de México, pero la familia de mi mamá es de Navolato y la de mi papá de Mocorito. Así que cada fin de año, cuando íbamos a visitar, era inevitable que el acento se me pegara ‒porque obviamente quería encajar con mis primos‒, comía camarones en todas sus presentaciones y presenciaba la calidez de las celebraciones tradicionales sinaloenses. Luego, cuando cumplí once años, nos mudamos para allá y mi cariño por Sinaloa se hizo tan grande que me autodenominé como culichi. Nunca faltaban excusas para que la familia se reuniera. Que si la boda, el cumpleaños, el bautizo o la posada… siempre había (aún hay) algo. Pero el centro de las reuniones siempre era la comida.

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Foto: Juan Pablo Espinosa

Muchos pensarán que el protagonismo de estas tertulias le pertenecía a una mariscada con ceviches y aguachiles. Se imaginarán un montón de callos de hacha súper frescos, con mucho limón, aguacate y salsa Guacamaya. Pero lo que se servía era barbacoa de res, sopa fría y frijoles puercos. No importa si estábamos en La Palma o en Los Mazates, este platillo llegaba a nuestra mesa al son de la tambora o los chirrines que tocaban en el fondo. Yo la llamo “la triada sinaloense sagrada”.

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Esta famosísima combinación de sabores por lo general está a cargo de la matriarca de la familia y su séquito de ayudantes. Aunque las abuelas son las auténticas maestras de las cazuelas, en mi familia mis tías se dividían la chamba. Mi mamá compraba los ingredientes, mi tía Mari hacía la barbacoa, mi tía Pita la sopa fría y mi tía Celi los frijoles puercos, cada una con su propio toque.

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Foto: Juan Pablo Espinosa

La receta de la barbacoa varía en cada familia. Nosotros la preferimos de res ‒con cortes como lagarto o diezmillo‒, algunos se decantan por la de puerco o borrego y siempre están los creativos, que arman un campechano. Lo que prevalece es la técnica de preparación: siempre usando las manos. Así agarra más sabor, dicen por allá. Las papas, las zanahorias, las aceitunas y una buena porción de chile no pueden faltar. Pero en lo personal creo que la magia de esta comida no radica en el tiempo de su preparación ni en una fórmula exacta de ingredientes, sino en la sazón de la experta al mando y el cariño que hay hacia la razón (o pretexto) de celebración.

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Respecto a la sopa fría, también hay varias presentaciones. En mi experiencia me he encontrado con que la más común es la de coditos hecha con mucha crema, cubitos de jamón y apio. Pero mi tía Pita la prepara con salsa poblana “pa’ variarle”. Y para cerrar con broche de oro, uno de los tres lugares del plato lo ocupa una porción de los famosísimos frijoles puercos ‒una joya sinaloense que en mi opinión debería ser Patrimonio de la Humanidad‒, preparados con chorizo, queso y manteca de puerco.

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Foto: Juan Pablo Espinosa

En mi familia, así como en el resto de Sinaloa, esta triada sagrada se acompaña con otros dos elementos esenciales para vivir la experiencia completa. Primero, un kilo de tortillas al centro de la mesa ‒siempre el mandado de mis primos más chicos‒ presentadas en el mismo papel que las entregan en la tortillería. Porque si hay algo que destacar de estos eventos es que están muy lejos de ser formales y sofisticados, y ese es exactamente su encanto. Y segundo, un refresco (de cola preferentemente) con mucho hielo o una cerveza bien “muerta”.

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 Y si los anfitriones son muy espléndidos pondrán al centro de la mesa la cereza del pastel: una asadera fresca o un queso fresco, también hecho por alguna de las tías o primas de la familia. Siempre hay alguien que las hace, como mi tía abuela Nico, que no faltaba con su asadera a las reuniones de los Angulo cada diciembre allá en la Palma. Este queso tradicional sinaloense es una comida por sí misma si se pone sobre una tortilla y se acompaña con frijoles ‒puercos, de preferencia‒.

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Foto: Juan Pablo Espinosa

En esas celebraciones no hay protocolos, se sirve como va llegando la gente, no hay salsas extra que ponerle a la comida ni limón. La realidad es que no es necesario. Para disfrutar este platillo a mí me enseñaron que hay que tomar una tortilla, enrollarla, bañarla en el caldo de la carne y luego pasarla por los frijoles puercos para después darle una mordida. ¿Lo mejor? Si quieres más, solo hay que pedirlo. Porque eso es seguro: quien prepara la triada sagrada sinaloense se encarga de que no le falte a nadie, ni siquiera a aquellos que no estaban invitados y siempre llegan. Tanto, que siempre queda para el recalentado ‒no bromeo cuando digo que las excusas sobran para reunirse‒.

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Viví en Sinaloa desde mis once años y hasta los dieciocho. Hoy, que ya tengo trece años viviendo de vuelta en la Ciudad de México, me he dado cuenta de que la barbacoa con sopa fría y frijoles puercos es uno de los platillos que más extraño. Pero esta comida sinaloense va más allá de lo que está servido en el plato. Representa el momento de ver a toda la familia reunida ‒que siempre he visto poco‒, recibiendo a quien llegara, compartiendo y chiroteando ‒como se dice allá‒ con tierra en los zapatos y una sonrisa de oreja a oreja por compartir ese momento.

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