Una oda a los moles oaxaqueños

Sólo hace falta un bocado de este plato para recuperar el sentido de pertenencia.

septiembre 27, 2019

Una oda a los moles oaxaqueños

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Los años importantes de mi infancia tienen una huella oaxaqueña indeleble. Oaxaca es el lugar donde nací y es, por añadidura, el lugar donde aprendí a comer —chapulines, quesos enredados, tortillas del tamaño de un vinil—. Crecí en una familia tradicional, de esas que celebran la vida, la muerte y los ritos de paso con comida. Con tamales lo mismo en los bautizos que en los funerales. Crecí comiendo moles de muchos colores: el amarillo en las empanadas afuera de la iglesia del Carmen Alto, negro en las bodas y mayordomías de los pueblos, en enmoladas de Los Pacos el día de mi primera comunión, almendrado en el restaurante El Catedral, coloradito cuando mi abuela sentía que la ocasión era especial y verde, mi favorito, en mis cumpleaños.

Foto: Tony Petate

El mole, si no ha quedado claro, ocupa un lugar importante en mi vida, en mis nostalgias. Alguna vez, persiguiendo clics en el mundo de la comunicación digital, publiqué una nota en respuesta a un encabezado que decía: “El mole es una mezcla absurda”. El texto era muy breve: una serie de puntos descalificando a este plato. Una opinión, muy válida, que tocó una fibra sensible. Yo —guiada tal vez por la intención menos noble y un sentimiento patriotero que pueden reprocharme—, sentí que era mi responsabilidad poner los puntos sobre las íes y explicar porqué creía que el mole es todo —complejo, profundo, ritual— menos absurdo.

Foto: Tony Petate

Y es que los años que pasé fuera de mi ciudad natal —que suman ya la mayoría— crearon en mi imaginación una noción utópica de la comida oaxaqueña. El mole, particularmente, se quedó hasta arriba, en el topus uranus, en un pedestal. No porque lo considero delicioso —que sí, lo es— sino por lo que representa: un gesto genuino de aprecio, de cariño, de corazón. Mi mejor amiga en Miami, por ejemplo, cocinaba enmoladas para mi cumpleaños con la pasta de un mole que pasaba ‘de contrabando’ en una maleta. Mi mamá hacía lo propio: una olla de mole verde para celebrar mi cumpleaños, otra vez, aunque fuera en otra fecha, incluso en Navidad.

Mi encuentro más reciente con este plato me trajo, cuatro años después de mi última visita, de vuelta a Oaxaca y a la realidad. A la cocina de doña Mercedes, la tía del chef Alejandro Ruíz y, no necesito decirlo, una cocinera extraordinaria. Mercedes me recibió junto a otras mujeres de su familia, en Portozuelo, un huerto a cuarenta minutos de Oaxaca en el que se cultivan hierbas, vegetales y se crían gallinas y conejos para surtir productos (como huevos orgánicos o maíces criollos) a los restaurantes del grupo Casa Oaxaca.

Foto: Tony Petate

Portozuelo está en el pueblo natal de Alejandro, así que es casi una obviedad que sea su familia la que esté a cargo de su cocina: una gran estación, con fuegos que se alimentan de carbón y leña, un comal y ollas de barro cubiertas de tizne.

Eran casi las nueve de la mañana de un día lluvioso, el aire olía ‘a pueblo’, a esa mezcla de humo con tierra y hierbas mojadas. Mercedes me saludó y casi de inmediato puso una taza de chocolate de agua con pan en mis manos, porque en Oaxaca es costumbre alimentar sin cesar a los invitados. Luego se puso el mandil y, sin reparar mucho más en mi presencia, empezó a girar instrucciones para disponer lo que había llegado del mandando: bolsas de masa caliente para las tortillas, de chiles secos y hierbas (como la hoja santa y el epazote), flores de calabaza gigantes, piezas de pollo de rancho, tablillas de chocolate.

Todo eso que se necesita para confeccionar —de cero, sin adornos, sin atajos— dos ollas de mole, los moles de mis sueños: uno verde y otro coloradito. Mercedes comenzó con un movimiento automático a remover las pepitas de los chiles anchos y guajillos (ambos para el coloradito) mientras el resto de las mujeres cumplían con otras tareas: una atizaba el fuego con un soplador, otra era guardiana de la masa, la encargada de hacer tortillas, memelitas y discos ovalados para empanadas. La más pequeña, una niña, quitaba con cuidado la piel a los tomatillos (miltomates o tomates milperos) para el mole verde.

Foto: Tony Petate

Esta es una foto común en una cocina tradicional oaxaqueña. Un estado en el que cocinar mole, sobre todo en celebraciones, es un acto colectivo, una fiesta privada detrás de la fiesta, reservada para las cocineras. Mientras hierven los caldos, diluyen la masa o se toman turnos para mover las ollas, las mujeres conviven, comen, beben y, entre risas, se transmiten, de una generación a otra, las recetas de familia.

“Pregúntale a mi tía todo lo que quieras saber de la receta”, me instruyó Lulú, la hermana de Alejandro. Mercedes, más bien callada, me contó reluctante algunos de sus secretos: como que el mole verde se prepara con un caldo de pollo (que se cuece con todo y piel), que el coloradito se espesa con galletas ‘de animalito’ y que algunos ingredientes (como los tomates) se ponen en el rescoldo. Mercedes, desde luego, no usa medidas para ejecutar su receta: va midiendo sus tiempos y agregando (azúcar por aquí, caldo por allá) a las ollas según lo que le dicta su nariz, su paladar y su experiencia. “Hay que moverle a la olla para que el mole no se pegue y se queme”, me dijo muy seria cuando me ofrecí a participar; “mientras más horas esté en el fuego, mejor”, terció una de sus compañeras.

Foto: Tony Petate

Casi al medio día llegó el momento de sentarse. Primero a comer un tentempié: unas memelitas, unas empanadas con flor de calabaza con quesillo, agua de guayaba con poleo (una hierba silvestre, fantástica para la digestión).

El verde apareció primero en una empanada con pollo deshebrado. La primera mordida me quemó la boca. Comerla directo del comal es un error de principiante: hay que abrirla para que el sabor corteje primero al olfato, con todos los aromas de las hierbas, de la hoja santa y el epazote. Hay que esperar unos minutos (tal vez dos) y agregar un poco de salsa al gusto, cerrarla y ahora sí comer sin riesgos ni turbulencias.

Foto: Tony Petate

El coloradito cerró el festín y un plato hondo de barro (para sopa) con una pieza de pollo llegó a la mesa. Tortillas —esas del tamaño de un vinil de las que les conté— aterrizaron segundos después. El mole era terroso, con capas de sabor que se iban desprendiendo como las de una cebolla: era dulce, especiado y, al final de cada bocado, ‘castigador’, un poco picante. Partí la mitad de una tortilla y un pedazo de la carne para hacerme un taco.

Repetí el ejercicio, sin decir palabra, hasta que el plato quedó vacío. La voz de Lulú me regresó a la tierra. “Tómate un mezcalito para el desempance”, sugirió, como lo dicta, casi palabra por palabra, la tradición. Yo obedecí al pie de la letra, brindé por los presentes y agradecí (profundamente) la hospitalidad de Mercedes, de Lulú y las cocineras.

El camino de regreso a Oaxaca transcurrió en silencio. Estaba satisfecha. El mole seguía en su lugar, en el pedestal que le corresponde. Y yo, por unas horas, volví a ser oaxaqueña.

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