El chef argentino que hizo carrera en Francia fue el primer latinoamericano en haber obtenido dos estrellas Michelin. En su restaurante Mirazur, frente al mediterráneo, desarrolló una culinaria única y conmovedora. Esta es su historia.
En una tarde soleada de primavera y de cielo despejado, Mauro Colagreco, vestido de filipina blanca, nos recibe con un abrazo generoso y una sonrisa que le atraviesa la cara a las afueras de su restaurante Mirazur. A pesar de su apariencia serena, se nota que su cabeza va a mil. Es un día importante. Por la noche será condecorado con la Orden Nacional del Mérito de Francia, reconocimiento que en muy raros casos se le da a un extranjero.
Han sido 17 años en este país prestado, sin proponérselo. Cuando llegó en 2001 huyendo de la situación crítica del corralito en Argentina, pensaba quedarse un año, adquirir experiencia y regresar a Buenos Aires. Desde entonces ya van dos estrellas Michelin y el actual cuarto puesto en la lista World’s 50 Best Restaurants, por solo nombrar algunos de sus logros. En Mirazur, ubicado en Menton, Francia, a tan solo tres minutos de la frontera con Italia, no hay una carta, solo un periplo de sorpresas. Mauro prefiere la libertad de poder cambiar la oferta de acuerdo a la temporalidad y lo que se encuentra en el mercado. Una copa de champaña acompaña el desfile de hermosos canapés en el salón de bienvenida, entre los que se encuentran unos conos de colinabo rellenos de espuma de Grana Padano, unos macarrons rellenos de foie gras y la pura simpleza de unas mini zanahorias de colores del huerto. Los grandes ventanales de esta construcción de los años 30 regalan una vista que combina un horizonte infinito de mar, palmeras, cipreses, pinos y los tonos pastel que caracterizan a la Costa Azul con su luz nítida y particular, la cual logró que Picasso, Matisse, Renoir y Monet, entre otros grandes maestros, la captaran en sus obras. Es con este colorido preámbulo como empieza a revelarse la importante relación que tiene Mauro con el huerto, con la geografía, su impecable manejo de la técnica y su creatividad para presentar los platos y jugar con sabores y texturas de una manera depurada. Si habláramos de sinestesia, sentarse a la mesa de Mirazur es como escuchar un hermoso concierto acústico. En el segundo piso empieza el menú degustación. Algunas mesas tienen manteles blancos y se intercalan con otras desnudas de madera robusta. Llega un suculento pan caliente para ser compartido con las manos acompañado por un aceite de oliva aromatizado con los especiales limones de Menton y por el poema que escribió Pablo Neruda: Una oda al pan. Esa apertura de la comida es un homenaje a su abuela paterna. “Los recuerdos más lindos que tengo gastronómicamente [hablando] son de mi abuela Amalia, una vasca de Bilbao. En su casa en Tandil, en el campo argentino, se reunía toda la familia para las fiestas de fin de año. Ella hacía un pan rústico y entretenía a sus nietos con eso… nos tirábamos a comerlo con aceite o con manteca. Ese momento me quedó grabado. Tengo el recuerdo de verla cocinar desde la mañana hasta la noche siempre con una inmensa alegría. Ese sentimiento de amor con el que nos recibía y la importancia de compartir en la mesa es lo que yo quiero transmitirle a mi clientela”. Mauro rememora esos días felices y saborea aún los tomates que su abuelo les hacía comer directamente de la planta. Quizá por esa razón, detrás de su restaurante junto a la montaña, cultiva su propio huerto. Más por convicción que por tendencia. “El huerto tiene para mí esa importancia. Una verdura, una fruta que recoges en la mañana y la sirves al mediodía, crea una diferencia abismal. Contrariamente a lo que se piensa, la experiencia de la cosecha implica mucho trabajo, y en vez de simplificar la vida, la complica.” El plato llamado green, que incluye chícharos, apio, jícama y hierbas, es de una sutileza tan profunda que conmueve. Son vegetales frescos bendecidos por una tierra de inviernos tranquilos, un lugar que se encuentra entre el mar y la montaña y entre dos culturas importantes a nivel gastronómico: la francesa y la italiana. Fue precisamente con el descubrimiento de este paisaje que Mauro definió su propia cocina: “De la montaña bajan los productores. Vamos al menos tres veces por semana al mercado porque hay productos de tan poca duración que, si no venimos, los perdemos. No hacemos la comanda en una hoja de papel, vamos y elegimos el ingrediente que queremos y ahí empieza el proceso creativo”, relata. Además, los pescados de su carta son los que manda el mar cada día, adhiriéndose a esa cocina que respeta la temporalidad y la localidad.Fue con el descubrimiento del paisaje de frontera que Mauro Colagreco definió su propia cocina.