Cada año es lo mismo, llega diciembre y solo puedo pensar en los banquetes que me esperan. Y es que –aunque a muchos les cueste aceptarlo– la principal razón por la que amo estás épocas es la comida. No significa que lo único que me importa sea llenar mi plato, sino la forma en la que, por una noche, las risas, las pláticas, los abrazos y buenos deseos, parecen girar en torno a los platillos que mi familia ha preparado para compartir. Al centro tenemos el pavo horneado y perfectamente glaseado con salsa de manzana, a un lado la pasta con crema, seguida de un lomo bien sumergido en salsa de chile pasilla y para cerrar, el que parece divinamente haberse creado para completar cualquier plato fuerte, la única e inigualable ensalada de manzana.
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Honestamente mi relación con la ensalada de manzana no comenzó con el pie derecho. La primera vez que la probé –más o menos cuando tenía 10 años– no resultó nada bien, algo no me cuadraba en su sabor. Tal vez era la crema o la consistencia crujiente de las frutas, pero me costaba encontrarle el gusto, así que terminé dejándola completa. En mi casa, mi abuelita siempre fue la encargada de tenerla lista para las noches del 24 y 31 de diciembre, una de las tantas recetas en las que era experta.
Pero siempre tuve la curiosidad de entender por qué toda mi familia adoraba la ensalada de manzana y por qué el tazón gigante que ella preparaba siempre terminaba vacío. Al año siguiente le di otra oportunidad y está vez la cosa salió peor. Terminé descubriendo mi alergia a la nuez, razón que me llevó a descartarla “para siempre”.
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Al crecer, algo me decía que no debía darme por vencida con la icónica guarnición, tal vez era el dulce aroma de la mezcla que llegaba a mí cuando veía a mi abuelita prepararla para después llevarla al centro de la mesa, o ver cómo mis primos devoraban hasta la última gota de la crema.
¿De dónde viene?
Su origen y nombre se remonta a la ensalada creada en 1823 por el chef Oscar Tschrisku, del gran hotel Waldorf Astoria, en Nueva York, y que él la hacía a base de manzana, mayonesa y apio. Misma que posteriormente comenzó a popularizarse en todo el mundo, lo que dio pie a la creación de diferentes versiones, como la ensalada de manzana dulce que todos los mexicanos conocemos y solemos preparar en las fiestas decembrinas.
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En mi caso, decidí hacer mi propia versión de ensalada de manzana, pues como mi mamá siempre ha dicho: “La magia de las recetas es que puedes quitar y agregar ingredientes, probar y tener la oportunidad de crear tu propia versión, totalmente a tu gusto”. Y justo eso hicimos juntas. Picamos las manzanas amarillas más frescas, agregamos crema, un poco de leche condensada, almíbar, trocitos de piña, unas pasas por aquí y por allá, mezclamos, probamos y dimos con la receta de ensalada de manzana perfecta para mí –principalmente porque puedo comerla sin temor a morir en el intento–.
Gracias a esa decisión pude entender por qué todos disfrutan tanto ese platillo. Aun cuando no tenía el sabor de la nuez, lo crujiente de la manzana mezclado con lo dulce y suave de la crema, el almíbar y las pasas, terminó enamorándome. Cada año que lleno mi plato con unas buenas cucharadas de ensalada de manzana y veo cómo poco a poco la crema se va mezclando con los trozos de lomo –bañado en chile pasilla, mi favorito–, dándole ese toque dulce y fresco, que mágicamente complementa los sabores salados e inun`da todo.
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Probablemente sea la “magia de la Navidad” o mi sentimentalismo, pero para mí, cada ingrediente que voy agregando me hace sentir que mi abuelita está a mi lado, guiándome y sonriendo orgullosa porque seguí todos sus trucos en la cocina. Por eso es que, sin temor a equivocarme, declaro que la ensalada de manzana es lo que le da el toque mágico a mis navidades. Es ese abrazo que todos necesitamos, cuya variedad nos demuestra que la vida es como una cena decembrina, en la que cada quién elige los ingredientes con los que coronará su plato.
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