Aquella carne oscura, mala, grasienta, que tan poco agradable resultaba al olfato y al paladar, nos pareció un pobre regalo, pero debíamos acostumbrarnos a ella, describe François Edouard Raynal (1830-1898) en una resignada impresión inicial de su dieta básica a lo largo de los siguientes veinte meses: león marino, lo único que podía encontrarse con relativa abundancia en las Auckland, desolado archipiélago barrido por los vientos procedentes de la Antártida, donde naufragara con los otros cuatro tripulantes de la goleta Grafton.
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Carne de res salada, galleta, sal, té, harina y mostaza los dos últimos resguardados celosamente como medicamentos, fueron las escasas provisiones rescatadas por el francés y sus compañeros de infortunio, según lo narra en Los náufragos de las Auckland, luego de zarpar a principios de 1864 desde Australia a donde Raynal se había trasladado para buscar fortuna como gambusino a la búsqueda de yacimientos minerales en aquellas borrascosas latitudes, lo que los hizo recurrir a la caza de los mamíferos marinos para mantener lo que denominó como su colación.
La primera pieza cobrada con hachas y picos (luego descubrirían una manera más eficaz de ultimarlos: propinándoles un certero garrotazo entre los ojos, lo cual requería de gran temeridad para enfrentar la ferocidad de algunas presas) era una hembra de un año de edad y un centenar de kilos de peso, cubierta de un pelaje corto, liso, marrón con reflejos plateados.
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Utilizaron un pedazo de cuerda rescatado de la embarcación embarrancada en la costa, para colgar un cuarto en la rama de un árbol, luego de lo cual prosigue el francés en su calidad de cocinero: Yo encendí una gran hoguera debajo y me puse a asar la carne haciéndola girar de tanto en tanto con una rama que había cortado de un árbol cercano, de modo que quedó a punto cuando llegó la hora de cenar.
La inventiva de los náufragos los llevó a acondicionar el bote salvavidas de la naufragada goleta, para que tres de ellos navegaran hasta un lugar habitado por ayuda, y regresar al rescate de sus demás compañeros luego de casi dos años de sobrevivir en aquellas desoladas latitudes.
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Cormoranes, bacalaos y mejillones
Las ansias por diversificar su monótona dieta motivaron a los náufragos a consumir otros alimentos existentes en la isla, donde lograron levantar una rústica choza acondicionada con chimenea: cormoranes (La carne, a pesar del sabor aceitoso, era menos desagradable que la de los leones de mar), suculentos bacalaos y mejillones recolectados ocasionalmente entre su rocosa costa.
Un platillo muy indigesto
También recurrieron a la ralladura de una fibrosa planta local de carnoso y azucarado tallo, la cual frieron en aceite de león marino antes de consumirla. El nuevo manjar, que se parecía considerablemente al serrín, se sirvió con bastante ceremonia, registra Raynal, al igual que la decepción del platillo por parte de todos sus consumidores. Sólo humedeciéndolo con caldo conseguimos tragárnoslo, no sin esfuerzo, pero aquello no puso fin a nuestras penas, pues la abundancia de fibras leñosas resultaba sumamente indigesta.
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Inspiración de Julio Verne
La socorrida Wikipedia señala que, impresionado por la lectura del testimonio del náufrago francés auténtico best seller en su época, traducido a varios idiomas, su compatriota Julio Verne se inspiraría para escribir la novela La isla misteriosa. (Agua la boca)
*Columna “Agua la boca”, colaboración especial de Arturo Reyes Fragoso. Sigue al autor en su Facebook: @BitacoradeMelindres
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