El padre Jad se encuentra conmigo en una pastelería en Byblos, una ciudad histórica en la costa mediterránea libanesa, que es uno de los lugares habitados más antiguos del mundo. Los antiguos griegos importaban papiro por la región, inspirando la palabra Biblia, un hecho que el entusiasta monje católico maronita comparte con orgullo conmigo mientras esperamos nuestro pedido de maamoul, unas pequeñas galletas rellenas de nueces y dátiles. Ya con nuestros pasteles, nos subimos a su camioneta para subir las montañas del Líbano por un antiguo bosque de cedros, del que supuestamente el rey Salomón obtuvo los árboles para su templo. Cuando damos vuelta en una curva cerrada que atraviesa un huerto de higueras, veo por primera vez el Monasterio de San Antonio Abad de Qozhaya, una antigua estructura de piedra que se aferra al lado de un acantilado.
En el momento en que entramos en la milenaria sala de reuniones, un monje llamado padre Fadi nos recibe con un vaso de agua de rosas refrescante aromatizada con hojas de menta fresca. “Las rosas son un símbolo de resiliencia en el Líbano. Que lleves esta resiliencia a donde quiera que vayas”, dice con una cálida sonrisa. Recorreremos los extensos terrenos del monasterio, pasando por alambiques de cobre abollados que se utilizan para destilar arak, el licor con sabor a anís de Levante.
Nos reunimos para una comida al estilo meze en una mesa de banquete que va desde un extremo del comedor abovedado de piedra del monasterio hasta el otro. Hay labneh bi toum, yogur batido picante rociado con aceite de oliva y cubierto con zumaque; hummus; baba ghanoush; triángulos de kibbeh; fatayers, empanadillas de hojaldre rellenas de espinacas y cebollas; y platos llenos de pan de pita carbonizado. A lo largo de la mesa, la luz se refleja en ibriks de vidrio translúcido, vasos para beber similares a los porrones españoles, todos llenos de vino blanco elaborado en el monasterio. Justo después de que todos se acomodan en sus sillas, un anciano monje con una larga barba plateada aparece en la entrada. Los otros monjes se ponen de pie para saludarlo, inclinando la cabeza con respeto. El padre Jad me dice: “Este es el padre Youhanna. Vivió aislado en una ermita en las montañas durante más de 20 años. Regresó a la vida comunitaria hace sólo unos meses”.
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“¿Por qué decidió reunirse de nuevo con su comunidad?”, le pregunto al padre Youhanna.
El padre Jad traduce, y después de varios momentos de contemplación con los ojos cerrados, el padre Youhanna responde: “Porque extrañaba compartir las comidas con mis amigos”.
Los monasterios de todo el mundo han salvaguardado durante mucho tiempo las tradiciones culinarias, no solo asegurando que el patrimonio gastronómico de una región perdure, sino también, en muchos casos, definiéndolo y facilitando su evolución. Los líderes religiosos forjaron algunas de las rutas comerciales más antiguas, llevando consigo, mientras viajaban de un monasterio a otro, semillas, ingredientes, herramientas y sabiduría culinaria recopilada durante siglos. He pasado los últimos tres años documentando esas tradiciones para mi próximo libro de cocina, The Elysian Kitchen. A lo largo de esta investigación, aprendí que, por mucho que la cocina monástica esté impregnada de historia, es mucho más que una reliquia del pasado. Los monjes y las monjas disfrutan de su papel como cocineros, agricultores y productores de alimentos y bebidas modernas. Hacer y compartir alimentos juega un papel central en la vida comunitaria de estos centros espirituales, y los hombres y mujeres que trabajan y viven en ellos se enorgullecen enormemente de rendir homenaje a sus antepasados, incluso mientras avanzan hacia un futuro dinámico.
También aprendí que su influencia no se detiene en las puertas de sus monasterios. Estos cocineros también han influido en algunos de los chefs más destacados del mundo, muchos de los cuales han pasado tiempo cocinando en monasterios, mezquitas y sinagogas. La chef Ana Sortun, de los aclamados restaurantes Oleana, Sofra y Sarma en Cambridge, Massachusetts y sus alrededores, también encontró su camino a Qozhaya, donde quedó impresionada por la belleza de las comidas estilo meze de los monjes, al igual que yo. “Había una hermosa delicadeza, finura y sutileza en la comida”, reflexiona. En sus restaurantes, prepara Kibbeh Bil Sanieh, un plato vegetariano decadente que aprendió de los monjes para ocasiones especiales.
En el monasterio benedictino de Keur Moussa, de 60 años, ubicado a 30 millas al este de la capital senegalesa de Dakar, el chef Pierre Thiam se sintió tan inspirado por el trabajo de los monjes que casi cambió su trayectoria profesional. “He estado visitando este monasterio durante bastante tiempo, e incluso consideré convertirme en monje”, dice desde su casa en la ciudad de Nueva York. “Los monjes de Keur Moussa incorporan los principios de la teranga en todo lo que hacen desde una perspectiva culinaria y de hospitalidad. Teranga es el valor más importante en Senegal. Se traduce como hospitalidad en el idioma indígena wolof. Se enfoca en la forma en que tratas a los demás y en cómo siempre debes ofrecer lo mejor de lo que tienes”. La filosofía de la teranga se ha vuelto tan importante para Thiam que es el homónimo de su restaurante fast-casual de África Occidental en Harlem.
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El chef japonés Shinobu Namae, del restaurante L’Effervescence, galardonado con dos estrellas Michelin en Tokio, visita regularmente el monasterio budista del siglo XIII Soto Zen Eiheiji, situado en la cima de una montaña en la prefectura de Fukui en el centro-oeste de Japón. Namae dice: “Aprendí del jefe de cocina del monasterio, o tenzo, el Sr. Miyoshi, cómo hacer que la gente se sienta más tranquila con la comida”. Muchos de los restaurantes de fine dining del mundo incluyendo el suyo, señala ofrecen una experiencia que sobrealimenta. De los monjes, aprendió un enfoque más moderado, uno en el que los invitados “comen lo suficiente y se aseguran de que la comida sea nutricionalmente equilibrada, para ayudar a la mente y el cuerpo a sentirse más tranquilos, positivos y menos agresivos”. Una receta en L’Effervescence que refleja la simplicidad, el equilibrio y la filosofía de menos es más que aprendió en Eiheiji es su platillo insignia de nabo, que ha estado en el menú desde el día de la inauguración. Un nabo orgánico se cocina suavemente durante cuatro horas, y lo único que cambia es su sabor de una temporada a otra. Su naturaleza humilde y sobria encarna los principios que tanto admira el chef.
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“Es como un espejismo que cae sobre el paisaje”. Así es como la chef Cortney Burns describe el monasterio budista tibetano de Thikse, de 12 pisos, ubicado a una altitud vertiginosa de 11.800 pies. Se estableció en el siglo XV en la región india del Himalaya de Ladakh, donde los inviernos son tan fríos que el agua se congela en las tuberías y los monjes dependen de platillos como el khichdi, un reconfortante y fortificante plato de arroz con especias y frijol mungo, para sobrevivir a la temporada.
Para Burns, quien pasó tres semanas y media Thikse, las lecciones más duraderas han sido las que los monjes compartieron con ella sobre actitudes más abiertas hacia la preparación y distribución de alimentos. “Hay una reverencia por compartir el tiempo y el espacio”, dice, “y siempre había historias en torno a los platillos, los ingredientes, los sabores y las técnicas. La experiencia realmente me hizo empezar a pensar en la importancia de los rituales gastronómicos y en cómo la comida es más significativa cuando teje una narrativa en tus recetas. He incorporado todas las lecciones que aprendí allí en la forma en que preparo y sirvo la comida hasta hoy”.