
A los catorce o quince años Tomás no se imaginaba que sería el cocinero que más puestos escalaría en la lista de los Latin Americas 50 Best Restaurants. Exactamente del 50 al 18 en tan solo un año. En ese entonces a él le bastaba con entregarse a los acordes estridentes de una guitarra o del bajo en su banda de punk, enredarse con malas amistades y con suerte, ver los programas de cocina donde Dolli Irigoyen o el Gato Dumas desmembraban un pollo, salteaban unas papas o hacían un papillot perfecto. Un adolescente complejo, me dice.Su madre, una porteña judía de clase media baja, preocupada por la situación de su hijo que cada día empeoraba, lo mandó en el primer avión a Israel. Le esperaba un año en el kibutz de Afula, una comuna socialista al norte del país. Ahí se le acabaron las levantadas tarde, los vicios y la anarquía del punk. En cambio aprendió hebreo y a trabajar para ganarse la vida. Cuando terminó el año, Tomás se fue a sentar afuera del restaurante Oceanus de Eyal Shani que en ese entonces era el mejor de Jerusalén para pedir empleo. En su currículum había tan sólo voluntad: Yo trabajar duro. Comer. Por favor. Yo, comida, le dijo al encargado en su hebreo poco fluido, cuando por fin salió a atenderlo. Su insistencia y un par de lágrimas le consiguieron un trabajo como lavacopas en las mañanas, pero también un mentor para toda la vida: el chef Eyal Shani se convirtió en su inspiración en la cocina.
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El Gran Fracaso sucedió en Argentina, varios años después de Israel. Para entonces Tomás ya había pasado por la cocina de Divellec en el Aqua, del Hilton en Tel Aviv y se había desempeñado como chef ejecutivo de una gran cadena de cruceros. Apenas entrados los treinta no le tenía miedo a nada. O al menos eso dice. Junto a la familia de su entonces esposa, Valeria, puso un restaurante. The Food Factory se podía leer en la fachada. Cometí todos los posibles errores que alguien puede cometer al poner un restaurante, dice Kalika con toda humildad. Eso sí, ahí no faltaba lujo ni modernidad; la inversión millonaria se veía de piso a techo. Pero, el día del nacimiento de su segundo hijo, su esposa recibió un mensaje: habían embargado el restaurante.La quiebra fue inevitable y con ella que Javier Ickowicz entrara a la vida de Tomás. Javier adquirió la deuda, puso su propio negocio y tiempo después invitó a Tomás a trabajar con él. Según cuenta, apenas se podía levantar de la cama. Ahí estaba yo, preparando sándwiches y ensaladas en el mismo restaurante que un día había sido mío estaba en una depresión realmente profunda.