Durante su recorrido por Sudamérica, en el transbordo de los siglos 17 y 18, el ilustre científico alemán conocería a los primitivos integrantes de la tribu de los otomacos en una misión donde pernoctará las márgenes venezolanas del Orinoco, quienes lo sorprenderían por su capacidad de comer tierra para sobrellevar la falta de alimentos. Esto ocurría durante la época en que la crecida del río imposibilitaba capturar peces y tortugas, luego de flecharlos en cuanto asomaban a la superficie del agua, lo cual podría prolongarse por varios meses, solucionándose con la ingesta de grandes cantidades de tierra para aliviar el hambre y esa práctica no parece causar perjuicio alguno a su salud, tal y como lo consigna Jesús Torbado en Viajeros intrépidos.
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También puede leerse en el anecdotario reunido por el escritor y periodista español, fallecido en 2018: Durante los dos o tres meses de crecidas del río, en que la pesca se vuelve prácticamente imposible, los otomacos tragan una cantidad prodigiosa de tierra. Encontramos montones de bolas de tierra en sus chozas, apiladas en pirámides de tres o cuatro pies de altura. Tenían un diámetro de unos 15 centímetros. La tierra que comen los otomacos es una arcilla muy fina y untuosa, de color gris amarillento, y cuando se la hornea un poco al fuego, la corteza endurecida adquiere un tinte que tira al rojo, debido al óxido de hierro que aparece en la masa.
Los indígenas llamaban poya a las bolas de tierra preparadas para alimentarse hasta en raciones diarias de medio kilo, aunque no era raro que continuarán comiéndolo a gusto durante el resto del año, sin que afectara su robusta complexión.
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Al respecto, añade Humboldt (1769-1859): El salvaje considera nutritiva cualquier cosa que aplaque el hambre; así pues, si preguntas a un otomaco de qué sobrevive durante los dos meses en que el río tiene mucho caudal, os mostrará sus bolas de tierra arcillosa. A eso llama su principal alimento durante el período en que apenas puede conseguir un lagarto, una raíz de helecho o un pez muerto flotando en el agua.
Sin remilgos
Consignaría también un popular dicho entre los integrantes de aquella tribu de omnívoros a ultranza, desaparecida hacia principios del siglo pasado: Nada es tan repugnante que un otomaco no pueda comérselo.
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Montañista consumado
No pocos periplos afrontaría Humboldt durante su recorrido por Sudamérica, incluido un fallido intento por alcanzar la cumbre del Chimborazo, volcán ecuatoriano que supera los seis mil doscientos metros de altura, pese a lo cual superó el récord logrado hasta entonces por un europeo en materia de montañismo, ostentado hasta entonces por los soldado españoles que extrajeron azufre del interior del cráter del Popocatépetl, para fabricar pólvora para la expedición de Cortés que conquistó Tenochtitlán.
La mejor parte de la pieza
También tuvo conocimiento de las aficiones gastronómicas locales, gracias a un diligente criado indígena contratado para colocar sus instrumentos de medición astronómica, quien al preguntarle por el sabor de la carne de mono no dudó en equipararla a la humana, de la que más apreciaba la cara interior de las manos.
La aventura mexicana
Humboldt recorrió a su vez nuestro país, lo cual recrea el escritor José N. Iturriaga en su novela Saberes y delirios. (Agua la boca)
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