Me tomó tiempo convencer al equipo de Food & Wine sobre las bondades de las hojaldras oaxaqueñas. No se oye muy bien, decían, justo después de escuchar mi perorata sobre por qué me gustan tanto.
Para mi, que crecí en Oaxaca, las hojaldras son el pan dulce por excelencia. Esas que están a la vista, apiladas en canastas y llamando al ojo en los puestos del mercado la foto más popular está a unos pasos del zócalo capitalino, en la entrada principal del mercado 20 de Noviembre. Esas que se comen a pellizcos mientras se hacen las compras, que se remojan en café de olla a media tarde o que se ofrecen, casi como un ritual, al final de un desayuno.
Las hojaldras se venden en diferentes tamaños y presentaciones en los puestos de pan en los mercados nunca las verán en las panaderías. Las hay gigantes, miniatura y tamaño regular, con la forma de un volcán o enrolladas como un pretzel o un corazón, no estoy segura. Tienen pecas rosáceas porque se espolvorean con azúcar roja que no es otra cosa que azúcar granulada con unas gotas de colorante vegetal antes de entrar al horno.
La receta para hacer hojaldras es parte del catálogo de la ‘panadería económica’ de México, un grupo de alimentos que, de acuerdo al Consejo Nacional para la Vida y el Trabajo, son nutritivos y poco costosos. Una categoría que comparten con otros panes del recetario mexicano como las rebanadas y el pan de migajón.
La preparación involucra pocos ingredientes, como harina de trigo, manteca, agua, azúcar, sal y mejorante y suelen cocerse en hornos de tabique o calabaceros. El resultado es un pan suave, que huele a humo, con el exterior firme y crocante, y el soporte necesario para no desbaratarse si se le remoja en bebidas como el chocolate, el café, la leche o el atole.
La hojaldra es dulce pero no empalagosa en gran medida porque el azúcar está acentuada en solo una parte de la corteza, es muy barata y, en mi libro, no tiene nada que pedirle a los panes ‘cool’ de la cuadra, como las conchas o el pan de muerto.
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