Volvamos a los restaurantes… pero no como antes.

Es momento de volver a los restaurantes, pero desde un lugar más empático y agradecido.
Rosetta, una de las mesas del restaurante Rosetta

Al principio de la pandemia yo creía que nuestro regreso a los restaurantes iba a ser pura fiesta. Mesas de 12, 14 ó 16, abrazándonos al llegar, brindando, compartiendo platos al centro, empujando “la última copita” hasta después de la media noche. Pero la película que tenía en mi cabeza no se parece en nada a la realidad. 

Cuando por fin cambió el color del mentado semáforo, los restaurantes re abrieron sus puertas. Pero no hubo fiesta, ni mesas de 12, ni abrazos, ni música, ni platos al centro. Hubo termómetros, cubrebocas, mascarillas, y mucho miedo; de los restauranteros, de los chefs, de los meseros y de los comensales sobre esta nueva normalidad. 

No sé exactamente cuántos días llevaba sin poner un pie en un restaurante. Lo que sí tengo claro es que moría por volver. De dejar atrás —aunque fuera por unas horas— la torre de platos sucios, las copas rotas (porque no las sé secar bien) y la decepción de no cocinar al punto un pescado. Estaba nerviosa. Pero creo que a esos nervios los superaba la emoción. 

Mi reencuentro con los restaurantes fue en El Jarocho, una taquería en la esquina de mi casa que sirve tacos de guisados y que estuvo cerrada casi desde el principio de la pandemia. Llegué, me tomaron la temperatura, me dieron gel antibacterial, desinfectaron mi mesa, me dieron un código QR para ver el menú en internet y las salsas me las llevaron hasta que llegaron mis tacos. El mesero traía un cubre bocas y una máscara que se empañaba y le estorbaba para moverse con naturalidad. 

“Discúlpeme, señorita, es que no me entienden bien cuando grito la comanda por todo lo que tengo en la cara” me dijo, cuando me di cuenta que la orden de tacos que llegó a la mesa no era la correcta. Me reí con la explicación y luego, con mis tacos de milanesa y carne tártara en frente, sentí pena por haberme quejado. 

Estuve 40 minutos ahí, sentada, viendo pasar a la gente, comiendo unos tacos que, siendo honestos, nunca podría hacer en mi casa. Salí feliz. Sin tener que lavar platos y con mi antojo saciado. El mesero se quedó hasta terminar su turno, con todo el gear de Robocop anti-COVID, sin importar lo incómodo o acalorado que estaba.  

Después de ir al Jarocho he vuelto a mis consentidos que tanto extrañaba (como Meroma, Pizza Félix, los tacos del Arroyito, sin contar los que me faltan). En todos, he podido desahogarme un poquito del estrés y despegarme de ese feed de noticias que tanto me agobia. Ese momento de reconexión con otras cosas o incluso con otras personas, es la gracia de los restaurantes: un pozole preparado de forma innovadora, un helado de vainilla perfectamente cremoso, un pescado que no está sobre cocinado, una ensalada con la cantidad justa de vinagreta. Una copa de vino que no tendré que lavar al final de la noche —o al día siguiente—. Eso es lo que nos rompe la rutina y nos cambia el humor. Nos libera de la presión y nos distrae.

Recordemos que los restaurantes son un sitio donde suceden cosas creativas, se inventan salsas, se hacen mermeladas, se crean bebidas, suceden cosas que construyen y enriquecen el acervo de sabores de una ciudad. Esa combinación de sabores de la calle con lugares trendy o de fine dining es lo que hace atractiva a una ciudad. Y eso no lo vamos a tener nunca en nuestras casas. 

En este regreso, tan merecido y tan esperado, nos toca ser más agradecidos. No es momento de quejarse porque un pan esté demasiado tostado o un servicio no sea impecable. Es momento de ser un comensal complaciente y agradecido. Vayamos desde un lugar empático y no olvidemos que ellos también están asustados, pero necesitan de nosotros como comensales más que nunca. El dinero que invertimos en nuestro restaurante preferido es dinero bien gastado, que nutre una cadena de producción que va desde el campo hasta la mesa. Y ahora es el momento de ser espléndidos con las propinas, porque los meseros que vivían de ellas, pasaron casi seis meses sin recibirlas. Los chefs, los dueños de restaurantes ya separaron sus mesas, están sacrificando sus ganancias, viven aterrados por una inspección que los clausure y, sobre todo están operando en un territorio desconocido. Nunca le habían tenido que pedir permiso a un comensal para tomarle la temperatura, o pedirle que usara un cubre bocas para entrar a su lugar. Pero aún así se esfuerzan durante casi 12 horas de su día, para crear un espacio seguro donde nosotros nos podamos desconectar y ellos puedan conservar su modo de vida.