Uno de los mejores aspectos de mi trabajo son los viajes: andar de arriba para abajo, comiendo, indagando, probando. Al paso de los años, ya tocando las puerta de los cuarenta, vine a entender una cosa: que sí, que en los viajes es importante explorar, adentrarse en la cultura local, perderse para encontrarse (y todas esas cosas) pero, ya con la costumbre de las comodidades, es igual de importante tener un lugar para tocar base.
Me entenderán si les digo entonces que a la fecha una de las cosas que más disfruto de los viajes son los hoteles: esos con una cama cómoda, una conexión a Internet estable, un blackout impenetrable y servicio a la habitación, ese lujo absoluto de tener, a sólo una llamada de distancia a veces a deshoras, en la madrugada un suculento club sándwich.
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En mi libro, el club sándwich es el salvavidas del viajero. Es el plato del check-in y el check out. Una comida completa y satisfactoria que lo mismo te espera a las cuatro de la mañana después de un vuelo largo o de una noche de copas y el que te despide, cuando queda poco tiempo para una comida formal, antes del regreso a casa.
Hay algo sentimental atado también a él. Cuando uno es el extranjero el distinto, el otro en algún destino el club sándwich es la cara familiar que a veces se agradece entre tanta novedad y diferencia. Un sabor reconocible, afable, una dosis de calorías entre panes que saben a la satisfacción de una tarde de viernes sin pendientes ni dejo de preocupación. Suena increíble pero no exagero en todo eso que una dosis de comfort food puede hacer por el ánimo de una persona.
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Hoy el club sándwich es un recuerdo que viaja desde la nostalgia, porque los viajes ya no son la rutina sino la excepción. Así, mientras repaso mis estadías en hoteles y pienso en mis incontables encuentros con un club sándwich, hay una escena repitiéndose en círculos en mi cabeza: una mano tocando discretamente la puerta de la habitación. Una charola, perfectamente ordenada, con pequeños frascos de catsup, mayonesa y mostaza alineados, un mantel de lino recién planchado y, eureka, cuatro montañas triangulares de pan, rellenas, con la precisión de un matemático trazando un triángulo equilátero, rellenas de capas de tocino crujiente, pavo, mayonesa y una generosa dosis de papitas fritas para acompañar.
En el vasto mundo del club sándwich yo ubico entre mis favoritos a aquellos que son generosos pero que puedes, sin involucrar a un tenedor en la escena, comer a mordiscos. Esos que compensan la calidad magra del pollo o del pavo con mucha mayonesa y rebanadas de tocino que aportan una textura crujiente a la mezcla sin robar el protagonismo del bocado.
El pan es básico: tostado, no muy grueso, no muy delgado, pero lo suficientemente resistente. Y las papas: cortadas en tiras delgadas, doradas y sazonadas al punto con sal. Cuando se trata de club sándwich este es el santo grial.
Me he topado con versiones que suman ensaladillas rusas, rebanadas de tomate y de lechuga fundamental para los puristas , chips de camote o betabel. Elementos, todos bienvenidos, si y sólo si se agregan por separado para cuidar la textura del pan porque, repitan después de mí, nadie, nunca, jamás, quiere morder un sándwich estropeado por la humedad.
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Club de trivia (muy trivial)
Mientras recuerdo que las papas saben mejor si se remojan en la salsa catsup pienso también en todas las incógnitas alrededor de este plato: ¿quién lo inventó? ¿Un hombre con hambre y una curiosa despensa o Fraser Scrutton en el Union Club?, ¿qué comían en el Club Saratoga antes de 1894?, ¿en verdad las siglas CLUB representan los ingredientes del relleno ¿chicken-and-lettuce-under-bacon?, nadie lo sabe con absoluta certeza y, mi favorita, ¿por qué hay que cortar el pan en triángulos?
Para la última pregunta, hay respuestas fascinantes, prácticamente debates. De acuerdo a un estudio den las gracias al departamento de estudios culinarios de la Universidad de Vermont cortar un sándwich en rebanadas hace que sepa mejor y, si la rebanada se obtiene de hacer un corte en diagonal, los triángulos resultan en ¡lotería! la forma más satisfactoria de para comer este plato.
El doctor en matemáticas, Philip Ditutir, apunta que, entre más perfecto es el triángulo, más equitativa es la distribución de los elementos del relleno y, por lo tanto, de los sabores: según esta métrica, la silueta de un sándwich ideal implicaría un mínimo de dos cortes diagonales que forman cuatro triángulos más pequeños, exponiendo aún más los ingredientes a la superficie y eliminando por completo cualquier mordisco de la esquina de una corteza, abona un artículo de NPR a esta teoría, dedicada también a la supremacía de la líneas diagonales que históricamente se imponen sobre otras, lo mismo en la arquitectura que en los entrepanes. Si no me creen, sólo piensen en las pirámides en la meseta de Giza.
Hay algo estético de por medio: un corte triangular deja expuesto el relleno que, acomodados con precisión, forman capas llamativas y coloridas que apelan con facilidad al ojo de los antojadizos.
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Algunos, más enfocados en los fines prácticos, apuntan que este corte es más satisfactorio simplemente porque hace que la porción se vea más grande y porque es más fácil evitar la indeseable corteza. El dr. Calter, también matemático, tiene un cálculo como este: Si tienes un pan cuadrado y cada lado mide 4 pulgadas de largo unos 10 cm tienes 16 pulgadas de corteza. Si cortas el pan por la mitad, tendrás 8 pulgadas de superficie sin corteza. Si cortas ese pan en diagonal terminas con casi 11 pulgadas de superficie sin corteza. Y eso es un aumento sustancial.
¿Mi conclusión? No puedo esperar para viajar de nuevo y poner la teoría en práctica.