En Barcelona hay varios espacios de comida que luchan para que no entren platos de otras culturas en sus barrios más tradicionales. Cuidan la esencia de la cocina de antaño y ante la posible pérdida de identidad toman medidas arriesgadas para no contaminar sus cocinas. Un ejemplo claro es el Bar Casi que se ha vuelto un símbolo de resistencia adquirido por una familia catalana para evitar que se convirtiera en espacio de “brunch”. Y como ellos hay más ejemplos, como la Bodega Manolo y un bar llamado La Licorera 1932, quienes batallan a diario para no perder sazón, identidad y memoria.
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En México existe un fenómeno muy cercano y lo vivimos en algunas colonias de la ciudad capital, donde locales de muchos años y de gran tradición, se traspasan y de manera ágil, son adquiridos por empresarios que buscan ofrecer la otra cocina, que para algunos guarda más emoción que la local, de tradición o de arraigo, derivado de las tendencias y de la pena o vergüenza propia por verse en una historia pasada. A esto se le llama exotismo.

Hace tiempo que no veo fondas en la colonia Condesa o Roma y las pocas que sobreviven como los Ricos Tacos Zamora, Antojitos Lety, Lonchería El Recuerdo o los Jugos Alex en el corazón de la Condesa, luchan contra puestos o locales de gran diseño gráfico en donde los espacios de cocina japonesa, coreana o de vinos naturales, crecen con velocidad, acompañados de la nueva ola de las cafeterías de especialidad con platos con aguacate y pan de masa madre, llamados toast.
Estos lugares de nueva ola, les ganan espacio a las cocinas de enfrijoladas, de molletes y de huevos rancheros solo por una razón: nos da pena desayunar frijoles y es parte de un momento global donde el abandono de las cocinas locales, va ligado a la migración transitoria. Cabe señalar que los pesos fáciles son más atractivos a los empresarios que no saben de cocina, pero sí de premios, listas y reconocimientos digitales, antes de hospedar con un buen plato al comensal que busca lo de casa, lo de antaño. Lo rico de toda la vida.
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Los años pasan y ver desde lo amplio de la civilización nos lleva a ampliar paladares, sabores y gustos estéticos, sin embargo, esa amplitud de miras gastronómicas nos lleva al olvido del sabor y a una ceguera sobre la cocina local donde las técnicas ancestrales y los productos con sabor a la memoria de aquella cocina de nuestros padres o de los abuelos se diluye entre silencios de la gente que cocina, que comunica y que ante la falta de una rica sopa de fideo con menudencias, buscan humus y pan pita para saciar el hambre.
Con esto no invito a nadie a que no consuma las otras cocinas, pero si me gustaría ser reflexivo sobre los pocos espacios que sirven platos del México de antaño. El Cardenal puede ser una opción y la Fonda Margarita una rica alternativa. Aquí se agradece que el extranjero asista comer y que en sus historias provoquen una mayor asistencia. Pero esos espacios, que cocinan rico, están diseñados con gran precisión para atender un segmento de poder adquisitivo elevado y muchas veces, al consumidor ocasional, que busca con cariño llevar a la familia a desayunar por un precio más bajo, no encuentra gran variedad de alternativas y por eso acaban en uno de los tantos lugares que otorgan el mismo menú que se posa en bellos platos de gran diseño, viviendo desde la mesa, el instante de gloria que nos otorgan las redes sociales pese a que no se coma rico.

Los puestos de sopes, quesadillas y barbacoa que habitan en la ciudad, son el vínculo de salvación de la cocina nacional. En esos puestos y en algunos locales, el maíz se vuelve el producto de nuestra despensa nacional que más se usa. Las salsas tienen un grato sabor picante y los pequeños bancos de platico son los más cómodos asientos para una degustación con sabor a memoria de nuestro país. Sin embargo, cuando hay un local cómodo, con baño, mantel de plástico y canasta de pan dulce, bien sabemos que estos pueden tener corta vida, debido al alza de precios de las rentas en las zonas más visitadas por el extranjero o por el mexicano malinchista.
Los adobos, los escabeches, los fondos y aquellos platos de larga cocción se van desdibujando. El champurrado se ha convertido en un sabor de elite o solo se accede a él en algún pueblo alejado de la invasión del té matcha. El chocolate de agua o de leche, se prueba en puestos de tamales callejeros, pero no en locales de desayunos mexicanos.
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Hace poco escuchaba a un cocinero que admiro mucho, hablando del protagonismo de los profesionales mexicanos en la escena gastronómica nacional y me dio gusto ver el orgullo con el que conversaba ese logro, pero desde mis oídos, que se conectan con el corazón y la razón, siento que me gustaría ver más platos con sabor a México, que cocineros mexicanos haciendo cocina con técnica danesa, italiana, coreana o de la india. Al final, la cocina es parte de nuestra cultura. Es la memoria presente de un sabor nacional y forma parte de nuestra huella en el andar de la humanidad.
Esta larga reflexión sobre nuestra cocina y su sabor viene a consecuencia sobre mi búsqueda de unas enfrijoladas en mi colonia que después de tres semanas de caminar, logre disfrutar por encargo en un lugar que no las tenía en carta.
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