Una oda al chile relleno

"Defiendo la idea de que el chile relleno está mal ponderado, a todos les gusta pero nadie habla de él, y me refiero al poblano, pero también al güero o cuaresmeño rellenos, entre otros", nos cuenta Daniel Sánchez Poitevin
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Como lo son tantos inicios (quizá todos), esto fue una cuestión religiosa. Ha pasado el mediodía, es la Semana Santa en la casa de campo de los abuelos y un enjambre de niños han estado dentro del río desde que terminaron el desayuno. Mi memoria atesora el golpeteo de la mayora en la cocina para dar forma a la masa de maíz —que es como si aplaudiera, pero con sutileza, como si hubiera un mosquito en la palma de la mano al que no está permitido matar— desde muy temprano, y que luego coloca en el comal con quirúrgica delicadeza y deja a merced del fuego ese círculo que en pocos minutos será la base de un sope. Así se desarrollaban los días en ese periodo de recogimiento llamado la Cuaresma.

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La fe no es un mérito, es una gracia: si tienes fe es porque Dios te la ha regalado, dice la fantástica teología. Y aunque era muy niño para cuestionarme sobre la existencia de algo más allá de los renacuajos en un vaso, fue a través de la comida que me fui enterando de los misteriosos designios de la divinidad. Ahora en el almuerzo, los niños estamos sentados en la mesa larga del comedor, moviendo los pies colgantes en señal de espera del siguiente platillo, después de una sopa a la que llaman sopa de milpa —flor de calabaza, granos de maíz, col y quelites nadando en un caldo de pollo—: se presenta un plato redondo y grande con unos enormes chiles poblanos, unos sin capear y otros capeados, en un charco de caldillo de tomate con especias que invade un puñado de arroz blanco. El verde profundo del poblano, matizado por la flama directa que lo asó hace minutos, no asusta al paladar del niño. Ese chile grande esconde algo más, un trozo de queso derretido que mira desde dentro entre dos palillos de madera.

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Foto: Pixabay

En aquellas vacaciones, las fiestas simbolizaban los últimos pecados en los carnavales cerca del pueblo, antes del recogimiento, pero con el tiempo comprendí que ese manjar, el de aquellos chiles, era un evento más propio del espíritu del carnaval que de la condenada cuaresma. Si bien nada de todo aquello me llevó a la fe, mucho tiempo después, en medio de una nostalgia desmedida por aquellos tiempos, agradecí el dogmático rigor familiar que me llevó a conocer platillos como ese y que ahora, con todo aquello atrás, encontré en ellos una máquina del tiempo, cuando empecé a cocinar.

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De todos los asombros que provoca el universo de la gastronomía mexicana, mi preferida es la experiencia del chile, con sus transformaciones, sus transmutaciones —porque hacemos de todo este texto una metáfora de una experiencia religiosa—. En el caso del poblano, desde niño esta perplejidad era mayor, pues la experiencia del chile es ese objeto pequeño y sinuoso, de colores vivos casi siempre, gamas cromáticas que advierten a los sentidos de su fuerza. Recuerdo pensar cuando pequeño, con esa poca capacidad de dimensionar lo que sea (y que hoy conservo), si un chile como el jalapeño podía sacarnos del juego con su picor, un poblano era para derribar elefantes. Recuerdo temerle de inicio, estar cerca del fogón mientras las llamas le lamían la piel y desprendía ese aroma punzante y poderoso, que era la antesala de un nuevo sabor que el fuego y el humo le conferían poco a poco.

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Foto: Pixabay

Nunca se habla bastante sobre la técnica del ahumado, una fuerza que dota de nuevas texturas y sabores, así era mi clase de metafísica en esa cocina, mientras la mayora, una tía no de sangre (¡bah, la sangre!), les daba vueltas para quemarle lo suficiente (¿cuánto es suficiente!) la piel. Vamos a comer chiles gigantes que se queman, pensaba desconcertado. Lo demás es historia. Aprendí a hacer chiles rellenos en Internet en la pandemia, no me enseñó una abuela ni una cariñosa madre un fin de semana. Esa temporada nos alejó de todo y de todos. Pero no me preocupaba aprender de desconocidos en una pantalla, lo que me preocupa es la pregunta por la sazón: ¿qué es? ¿Dónde está, en las manos, en los ingredientes, en el cariño? ¿Se adquiere o es otra gracia más de Dios?

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Uno por lo pronto debe aspirar a asarlo y darle vueltas con la mano, sin pinzas, después dejarlos lo suficiente en la bolsa cerrada a que suden, lo suficiente, repito, si no se ponen amarillos… después se desvenan y se les quita la semilla (si eres varón, hay que lavarse las manos después de este procedimiento, por favor, los recetrios no lo dicen, porque tendrás que ir al baño después y lo habrás olvidado… Lo digo con toda la experiencia). Lo que inicia con los nervios ante el “chile gigante que se quema”, con el tiempo se convierte en preocupación por depurar la técnica.


Foto: Juan Pablo Espinosa. Producción: Alberto Harwy

El cariño, “el toque”, “la sazón” ya están ahí, parece que la química de los alimentos nos sonríe y que, sin saber, comprendemos las armonías. Entonces el armado del chile debe mejorar, ahora se trata de meter el queso con una incisión pequeña, ser muy poco invasivo, como si quitaras un apéndice: nunca más los palillos. Defiendo la idea de que el chile relleno está mal ponderado, a todos les gusta pero nadie habla de él, y me refiero al poblano, pero también al güero o cuaresmeño rellenos, entre otros, y esto puede deberse a que hay un tipo de platillo que es la quintaesencia de la historia culinaria de México: el chile en nogada, por supuesto, tan romantizado, conventual, femenino y patriótico, cuya hechura requiere su propia alacena y abuelas madrugando.

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Si bien todo chile relleno “es latoso”, como mi abuela dice, nada puede contra el chile en nogada. Así que pensé en un homenaje al casero chile relleno, de lo que sea, en mi caso es de queso, porque el único vínculo que tengo con el más allá es a través de este platillo, de las tardes de cuaresma en la casa familiar, despreocupados y plenos, invocando a un dios vegetariano y activista (¿quién quiere ya la carne?) y a su hijo en el desierto, mientras los penitentes nos deleitamos con todo lo terrenal.

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