Las vacas y los pasiegos de la Vega de Pas

Con la intimidad que da la familia, Ruth García-Lago Velarde nos comparte un texto sobre las tardes, los ambientes y los postres pasiegos de la Vega de Pas.

Por Ruth García-Lago Velarde

diciembre 24, 2020

Las vacas y los pasiegos de la Vega de Pas

Foto: Ramón Merino Martínez

«No vaigas a los Madriles
si quieres que yo te quiera,
que golverás señorita
y yo te quiero pasiega» 

COPLA POPULAR PASIEGA

A mi abuela Mercedes, pasiega

Aunque nací en Madrid, toda mi familia es de Cantabria, comunidad autónoma situada en el norte de España, entre Asturias y el País Vasco. Mis cuatro abuelos nacieron ahí, cada uno en un pueblo distinto. Mis abuelos paternos en el Valle de Buelna: mi abuelo Arturo en San Felices de Buelna, donde nacieron sus padres, y mi abuela María en Los Corrales de Buelna, a pesar de que sus padres eran de Medina de Tudela, un pueblo de Valladolid.

Siguiendo las recomendaciones del doctor, mis bisabuelos decidieron irse al norte porque todos los hijos se les morían. Mi abuela María vivió hasta los 104 años. Nació en 1896 y murió en el 2000, justo tres días después de su cumpleaños, así que dejó su huella en tres siglos gracias a un médico del siglo XIX que recomendó a mis bisabuelos cambiar el clima seco de Castilla por la lluvia de Cantabria.

Por el lado materno, mi abuelo Benito nació en Viérnoles, hijo de un cántabro y una vasca de Rentería. Y mi abuela Mercedes nació en la Vega de Pas, un pequeño pueblo de los Valles Pasiegos, cuyo padre también era de la Vega y su madre de Campoo de Suso, más hacia el oeste cántabro.  

María de las Mercedes Mazón Lucio nació en Vega de Pas, Cantabria, el 27 de julio del 1906, cuando apenas el siglo XX empezaba, el siglo de la tecnología y las comunicaciones, de la radio, el cine y la televisión, de la llegada del hombre a la Luna, de la Guerra Civil española, de las dos Guerras Mundiales. De tantas guerras que no acabaron, que las seguimos teniendo, y creemos lejos, pero están aquí. Mi abuela nació el mismo año que Hannah Arendt, Josephine Baker, Samuel Beckett, John Houston, Aristóteles Onassis, Concha Piquer, Walter Reuter, Arturo Uslar Pietri, y los mexicanos Lucha Reyes, Pedro Vargas, Edmundo O‘Gorman y Andrés Henestrosa.

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La abuela

En estos tiempos de pandemia, con los viajes físicos limitados, todos hemos volado a través de la nostalgia, a la vida pasada y, en mi caso, a los espacios del pasado: mi pasado, mis orígenes, de donde vengo. Mis veranos de infancia eran en Torrelavega, la segunda ciudad de Cantabria después de la capital, Santander. Ahí vivían mis abuelos maternos.

Los cinco nietos de Madrid llegábamos como un torbellino. Pasábamos unos días en la tierruca y mi abuela disfrutaba darnos de comer y vernos comer. Los recuerdos que tengo de mi abuela Mercedes tienen el sabor del pan tostado con mermelada y mantequilla del desayuno, esa mantequilla de la que salta el suero de la leche cuando pasas el cuchillo, que huele a leche y a campo. Son recuerdos de un bizcocho hecho con las natas de la leche hervida, acumuladas durante días en la alacena, en la parte oscura y fría de la cocina. Con esas natas, que iban adquiriendo un sabor totalmente agrio según pasaba el tiempo, más las nuevas que se iban incorporando, mi abuela Mercedes hacía un bizcocho, fuerte, concentrado, muy esponjoso y también dulce.

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Estoy segura de que nada más fue una vez, pero la memoria está fijada en ese momento en el que me daba el trozo de bizcocho con un poco de vino dulce, un culín, que desaparecía inmediatamente del vaso al ser absorbido por el bizcocho mullido. “¡Abuela, ya no queda vino! ¡Era muy poco!”. Y me volvía a servir un poco, muy poco más. Hoy nos llevaríamos las manos a la cabeza. ¡Quién le daría vino dulce a una niña!

Esas natas se hacían —todavía tuve la suerte de disfrutarlas— de la leche que traía a casa de mi abuela el lechero todas las mañanas, recién ordeñada. Con esa leche, con esas natas, con esa mantequilla crecí yo. Crecieron mis hermanos, mis primos, mi madre, mis tíos y mi abuela.

Para los que buscan un verano de sol y playa, Cantabria puede decepcionar. También son veranos de lluvia y cielos grises, más de lo que a los veraneantes les gustaría. Así que cuando hace un día de sol ir a la playa es una de las cosas más maravillosas que se pueden vivir. La luz del sol y el mar son espectaculares. Y después de la playa el ritual es ir por un helado. Yo de niña siempre pedía sabores imposibles que apenas conocía y quería probar. Pero mi abuela tenía muy claro cuál quería: helado de mantecado, hecho de leche, huevos y azúcar.

Foto: Ramón Merino Martínez

A veces, cuando llovía, el paseo era en Santillana del Mar, una pequeña villa medieval de calles empedradas con casas llenas de geranios y talleres de artesanos. Lo que más le gustaba a mi abuela del paseo era ir al Parador de Gil Blas a merendar churros con chocolate. Los nietos íbamos a buscar un trozo de bizcocho y un vaso de leche que vendían en las calles del pueblo, y podías ver a la señora ordeñar la vaca, que estaba en la parte baja de las casas. Años después se prohibió la venta de esta leche bronca. Ahora, los tiempos cambian y parece que no era tan malo, se volvió a permitir su venta.

Los pasiegos

Mi abuela Mercedes sabía el valor de la leche, de las vacas. Nacer en un pueblo como la Vega de Pas marca la existencia. Vega de Pas es una pequeña aldea casi escondida en los Valles Pasiegos, regados por el que les da nombre, el río Pas. Estos valles son de grandes prados, verdes y eternos. Con los montes llenos de robles y hayas, con grandes extensiones de pastizal que se tiene que segar para alimentar a las vacas cuando no hay pasto fresco. La zona perfecta para el ganado vacuno. Estos pobladores han vivido en estas tierras desde siempre, venerando a la vaca como su sustento y su razón de ser.

Los pasiegos —los habitantes de los Valles Pasiegos, en Cantabria— son unos de esos pueblos de los que se dicen muchas cosas, pero poco se sabe. Junto con los maragatos, en León, los agotes, en el Valle de Baztán de Navarra, y vaqueiros de alzada, en Asturias, los pasiegos son, para muchos, pueblos malditos del norte de España. Todos nómadas y ganaderos, aislados del resto.

Cantabria, pasiegos. Litografía de Busquets y Vidal.

El territorio que abarca lo que se denomina Valles Pasiegos —180 kilómetros cuadrados— está formado tres valles, con ríos que los nombran y alimentan: Pas, Pisueña y Miera. En esta región se conservan aún una forma de vida y una cultura popular originales y con interés etnográfico. La identidad pasiega se propició por el aislamiento geográfico, la lejanía de las vías de comunicación, así como una geografía montañosa y agreste, además del clima húmedo y frío.

Tanto el origen de los pasiegos como el nombre del río que los denomina son de origen desconocido. A lo largo de la historia se han dado varias explicaciones, cada cual más fantasiosa y que, durante siglos, solo han perpetuado mitos y fantasías, incluso quimeras. Sobre el nombre del río Pas se ha dicho que el término proviene de la palabra pax, ‘paz’ en latín. Según cuentan unos, durante las guerras entre los cántabros contra el emperador romano Augusto (28-18 a. C.), se celebró una conferencia en el puerto de Las Estacas. Ahí, en una zona llamada la pradera de Trueba, se gestó la pax latina, que llegaría hasta la actualidad como Pas. También se da la explicación de que Pas viene de los pasos o puertos de montaña que unen lo que ahora es Cantabria con Castilla.

El origen de los habitantes de estos valles también tiene varias teorías. Para algunos, los pasiegos descendían de los antiguos pésicos (pastores trashumantes en lo que era territorio astur, ahora Asturias). Para otros, como el investigador del siglo XIX Gregorio Lasaga Larreta, los pasiegos tienen un origen semítico (árabe, hebreo y otros pueblos), que explicó por las costumbres, muchas veces basadas en estereotipos —ser buenos comerciantes; reconocer autoridades distintas de las oficiales para dirimir sus contiendas—, y la indumentaria, muy diferentes a las del resto de cántabros.   

Tuvo que llegar la ciencia a quitarnos las dudas, aunque no del todo. Es conocida la endogamia de los pasiegos, cuyos apellidos se han repetido constantemente en los últimos siglos. Doctores del Hospital Marqués de Valdecilla en Santander hicieron un estudio genético que concluye que “la población pasiega tiene similitudes con las del Norte de Europa, en concreto con las escandinavas, las del norte de Francia e Irlanda debido a que comparten un haplotipo desconocido […] En Europa hay pueblos que se desvían de las reglas: lapones, sardos, pasiegos y vascos. […] Está demostrado que los pasiegos no tienen ningún antecedente askenazí o semítico”.

Pero lo que es indudable, y en lo que se convirtieron en expertos los pasiegos, es en el cuidado de las vacas. La vaca en los montes pasiegos es reina y señora. Todo gira alrededor de las vacas: la economía, la forma de vivir, la forma de comer y de comerciar. Nada más importa si las vacas están bien. Sin embargo, esto no fue así hace años. Los pasiegos, antes que las vacas, cuidaban ovejas. Fue en el siglo XIX cuando empezaron a especializarse en ellas.

Sobaos y quesadas, dulces típicos

Las vacas —y su leche y su mantequilla— dieron y dan fama a estos valles. Como todos los pueblos a lo largo de la historia, los pasiegos se adaptaron al medio en el que les tocó vivir —en este caso bastante difícil— y en el que se asienta su actividad ganadera para conseguir el máximo rendimiento de los escasos recursos. Los inviernos en esta zona no son gratos. Hasta hace pocos años era muy normal que cada familia tuviera varias casas. La más grande, la de invierno, situada abajo, en el pueblo. Según iban subiendo las temperaturas y era más difícil conseguir pasto fresco para las vacas, la familia completa se cambiaba de casa con animales, ropa, utensilios y todo lo necesario para la mudanza. Había familias que tenían hasta cuatro y cinco casas, cada vez más arriba, en la montaña, donde pasar el verano con las vacas. En la actualidad muchas de estas casas, de techo de pizarra y con espacio para que las vacas estuvieran dentro de ellas, se rentan para los turistas.

Aunque ya no hay casi familias que hagan la muda, la vaca sigue siendo el centro de la economía de este pueblo cántabro y los demás que conforman los Valles Pasiegos. De la leche se produce esa mantequilla que sabe a mantequilla, que todavía se hace de forma tradicional, agitando y batiendo la leche para separar la grasa. Y también algunas familias productoras siguen dibujando las mantequillas, es decir, hacen una marca y la repiten sobre la superficie a modo de greca, cada una con un dibujo propio. Como los celtas del norte de Europa hacían en el pan y otros alimentos, se dibuja sobre las mantequillas para dar gracias a los dioses. 

mantequilla-vega de pas
Foto: Cortesía

Y de la leche y la mantequilla nacen dos de los dulces más apreciados tanto en Cantabria como el resto del país: los sobaos y la Vega de quesada. Los primeros son una suerte de bizcocho de, por supuesto la mantequilla, y además, harina de trigo y levadura, huevos, azúcar, ralladura de limón amarillo y un chorrito de licor (anís o ron). El nombre de sobao viene del amasado o sobado que hay que hacer a la mezcla.

Por su parte, las quesadas están hechas con leche cuajada, mantequilla, harina de trigo, azúcar, sal y canela. Al igual que los sobaos, todo se hacía a mano, mezclando todo con las manos. Se hornean en una besuguera (charola ovalada y de poca altura donde se sirve el besugo). La consistencia de las quesadas es como de budín y es una delicia de postre. En 2016 una votación popular en España este postre fue elegido como una de las siete maravillas gastronómicas del país, en un pódium de honor junto a la paella valenciana, la tortilla de patatas, el jamón ibérico, el pulpo a la gallega, las papas arrugadas de Canarias y los paparojotes de Murcia.

Mi abuela murió hace muchos años, muchos más de lo que me gustaría. Lo que daría yo por volver a probar ese bizcocho de natas de mi abuela con el vino dulce, por estar con ella y hablar y hablar, contarnos mil cosas. Comer unos buenos sobaos con un chocolate caliente, eso sí, oaxaqueño, un buen pedazo de quesada, jugosa y grasosa. Mientras, me consuelo con la memoria. Y sueño con volver a esa tierra de mis abuelos cuanto todo esto pase.

Recomendaciones compartidas

Para viajar: https://www.vallespasiegos.org/index.php.

Un libro: Los pasiegos, de Gregorio Lasaga Larreta.

Una película: La vida que te espera, de Manuel Gutiérrez Aragón.

Un documental: Los trabajos y los días. Montes de Pas.

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