Todos tenemos una época del año favorita. Esa que esperamos con ansias nos emociona sin importar la edad que tengamos. Para mí es el otoño, que comienza con mi cumpleaños y luego se pone aún mejor con el Día de Muertos. Creo que lo que más me llama la atención de esta tradición mexicana, es la idea de llenar de antojos un altar para los que ya no están. Me parece increíble que los mexicanos disfrutemos a tal grado la comida, que incluso pensemos en volver de la muerte para comer lo que amamos. Por supuesto, para asegurarse de que las almas vuelvan ese día debe haber deliciosos platillos que los motiven a hacerlo. En mi caso, el elegido sería un plato bien grande de calabaza en tacha.
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Al inicio de cada octubre mi abuelito regresaba del rancho con un par de calabazas de castilla en las manos. Me miraba a los ojos y me decía, lleno de orgullo: mira flaquita, ya están las primeras de este año, para que tu abuelita te haga tu dulce. Desde ese momento, esperaba ansiosa mientras mi abuelita y mi mamá comenzaban a alistarse con una cazuela de cobre, que ante mis ojos de niña, era gigante. Mis tías llegaban en la tarde para comenzar a preparar el menjurje, al que yo llamaba mielesita obscura. Esto además de significar que pasaría una tarde jugando con mis primos, me indicaba que la casa se llenaría de ese dulce aroma de piloncillo, calabaza y canela que te hace querer acurrucarte con una cobija. Este olor era el claro anuncio de que en la noche podría disfrutar de mi primer tazón de calabaza en tacha de la temporada.
Mis memorias me llevaron a investigar acerca de este dulce manjar. Y resulta que la calabaza en tacha se remonta a la época colonial y que en cada región del país se prepara con diferentes ingredientes como frutas (guayaba, naranja e higos) o trozos de caña de azúcar. Pero la receta tradicional y la que personalmente prefiero, solo requiere de tres ingredientes: calabaza de castilla, piloncillo y canela.
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Aún recuerdo el ritual: colocaba un trozo de calabaza en el tazón, lo bañaba con un cucharón copeteado del caldo de piloncillo, dejando escapar unas cuantas semillas y después coronaba todo con un chorrito de leche bien fría. Aún recuerdo esa sensación, de raspar con la cuchara la suave pulpa para apartarla de la dura cáscara de la calabaza. Cada cucharada, impregnada con el dulce sabor de la miel de piloncillo y el refrescante toque que le da la leche, igual que el caldito que queda al terminar y que, he de aceptar, merece empinar el tazón para no dejar nada, aún cuando los dedos te quedan un poco pegajosos.
Mi abuela decía que ella la aprendió de su mamá, que la preparaba cada temporada de cosecha, después ella se la enseñó a mis tías y a mi mamá. La primera vez que intenté ayudar a prepararla no podía entender como mi abuela parecía tener todo tan bien calculado en su mente sin ni siquiera tener la necesidad de medir o pesar las porciones exactas de los ingredientes. Con tan solo ver el tamaño de la calabaza sabía cuánto piloncillo necesitaría y qué olla usaría. Las demás sólo la seguíamos. Pero yo no podía evitar confundirme al escuchar a mi abuela decirme pásame la canelita y no saber a cuántas barritas se refería, pero ella me tranquilizaba diciendo: todo es cosa de irle viendo y probando.
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Ahora que mis abuelitos no están, este platillo ha adquirido una esencia más significativa para mí y mi familia, tal vez mi papá consiga las calabazas en el mercado en lugar del rancho, pero ver que mis tías y mi mamá se siguen reuniendo para prepararlo me inspira y me hace sentir tranquila de que no pasaré el otoño sin ese aroma a hogar y que nuestra ofrenda, al igual que nuestra mesa, verá una vez más pasar esos tazones amielados con calabaza en tacha.
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