La memoria es un bello motor de emociones. Hace que explote todo con una mirada, con una voz, con una risa y con un plato. Las mesas suelen ser el campo de la tarea para la generación de emociones. Ahí puede nacer el más largo recuerdo positivo o bien se puede generar la anécdota incomoda que sólo vivirá en la memoria para distraer la felicidad.
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Los errores en la mesa son comunes. Un plato mal servido, una copa que se vació en el mantel o el tenedor al piso. Eso puede pasar en todo momento y muchas veces, esos actos llamados errores nacen del comensal, más que del cocinero. Suele pasar y en pocas ocasiones, que los aciertos son maravillosos, cuando logras hospedarte en la silla, frente a la mesa en la que seguro algo bello pasará y dejas que el plato inunde tu olfato mientras que la mirada se posa con tranquilidad sobre el diseño efímero de un guiso que podría hacer que suspires más de una vez.

Es claro que para que eso ocurra, el servicio debe de ser sereno, la iluminación debe de ser adecuada y tu persona debe de estar abierta de paladar para así poder dejar que la magia que sale de una cocina te lleve por la vereda de la intensión de aquel que cocino el plato.
Ahora imagina que un inspector de la Guía Michelin que haya comido un promedio de 270 restaurantes al año y que en 12 meses haya disfrutado, cuestionado su conocimiento, aprendido algo nuevo o como pasa en algunos casos, se haya decepcionado o desconcertado por algún plato raro; y pese a todo ese andar, tenga un plato genial en la memoria, que después de varios días, aún le emociona, dejando que el sabor y la técnica predomine llevándolo a la plática en tantas mesas como pueda. Eso es algo que emociona.
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Uno como comensal está sujeto a los factores emocionales, ambientales, a los criterios anticipados o a la terrible expectativa que se genera antes de cruzar la puerta de un restaurante. Pero para algunos, y en este caso son pocos, la objetividad basada en el conocimiento juega un papel importante, sin embargo, la bella trampa de la memoria juega un rol vital para ser cierto y clara con lo que uno puede evaluar dentro de una guía como es el caso de la Michelin.

En Lunario, la chef Sheyla Alvarado elaboró un postre que recibió el calificativo de memorable, donde en la base había un flan de manzanilla sentado en vinagre de manzanilla con un tuile de miel, que está cubierto con helado y espuma de miel, y que se adorna con polvo de polen de abeja. En letras de la Guía Michelin, este postre fue inesperado y único ya que el vinagre de manzanilla le dio al postre un verdadero golpe.
El tener el poder para dejar algo insertado en la memoria es un logro humano, de lo más hermoso que hay en la vida. Pocos lo logran y cuando eso pasa, el que logra esa emoción se da cuenta tarde”.- Humberto Ballesteros
Imagino al inspector en silencio. Observando el plato y dejando que la mente tenga esa apretura para el registro del sabor, la textura y la fundación del recuerdo.
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¿Cuántas veces nos ha pasado eso? ¿Cuántos platos hemos comido que dejan esa huella en la memoria? Yo me cuestiono eso en este momento por varias razones. La emoción del plato repetido es parte de la memoria sembrada en la familia. Me pasa a mí con el pozole de Naiqui o las gelatinas de mi Tía Carmen. Me pasa también con la memoria acostumbrada ante la expectativa, donde platos de chefs como Víctor Toriz en Gaba o Atzin Santos de Limosneros son siempre, en mi caso y por regla general, platos de bello diseño, de gran sabor y de sorprendente técnica. Hay platos de la memoria querida, de aquella que va más ligada al corazón y en donde lo que te pongan al frente te gusta, como es mi caso con la comida del Diego Hernández o del querido Luis Ronzón, quienes cocinan con el alma, provocando la agitación del corazón ante su cocina.
Pero la memoria que nace de la sorpresa, aquella que no tiene huella previa en nuestro paladar y que logra tejer historias a futuro ante la novedad, la creatividad y la técnica; es la memoria gastronómica que logra abrir nuevas brechas para poder tejer nuevas ideas y así poder continuar la bella tarea de crear platos desde la mente, pasando por el corazón y entregados con sencillez.

Deseo, porque así comienza la ruta para sembrar memoria en esta Bitácora del Paladar, poder estar en la mesa de Lunario, conversando con Enrique Farjeat y esperando el plato de la chef Sheyla que hoy ha generado una expectativa en mi persona y que podría mañana ser parte de esa siembra de la memoria gastronómica, donde lo que se queda arraigado en la mente se pueda explicar de manera más amplia, que esta simple interpretación de un plato a la distancia, basada en un texto de la Guía Michelin, que en ocasiones me puede acercar a comer y en otras con sutileza me puede distanciar.
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