Estoy intentado encontrar las palabras, que narren todo aquello que sucede en un menú de mar mexicano. Ya antes, el chef Israel Aretxiga nos había paseado por el mar mediterráneo y en su visión hacia la península española. Nos tejió un océano de emociones en forma de red, en donde logró capturarnos hacia el restaurante Zeru.
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Ahora con un mar de memoria de cercanía, nos traslada desde la zona buena de Polanco hacia las playas de un Veracruz que hoy es castigado por la lluvias, luego nos lleva a un puerto en Sinaloa que no se rinde ante la tormenta, y en la nostalgia de aquel viejo Acapulco, nos sienta a ver un atardecer en la playa; mientras que a la distancia suena el oleaje bravo que se disfruta en las playas oaxaqueñas. Todo esto puede pasar mientras que en el Mar de Cortés la paz de su mar da la serenidad a los queridos pescadores. Bien diría mi amigo diplomático y poeta Andrés Ordóñez: “la vida llega en olas como el mar… “.

Y así fue como llegó el viaje hacia Casa Marena. No fue espontáneo, como aquellos que mi familia organizaba en los años 80´s hacia las playas de Veracruz para comer un pescado en Año Nuevo. Aquí en esta embajada del mar de México, el producto tiene un tinte de investigación, de redes de conocimiento hacia la mar, pero sobre todo, tiene equipaje de la memoria del pasado, donde busca que esos sabores de tradición se puedan disfrutar en una mesa de mantel blanco.
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Hubo ruidos en mi cabeza y en mi corazón que me decían, por qué no había escrito nada sobre este joven proyecto del chef Israel Aretxiga. El tiempo siempre deja que en aguas turbulentas, al llegar la paz, las ideas se asienten en la arena hacia el fondo. Y así ha sido, como le he dado tiempo para apreciar desde mi puerto, una cocina realmente mexicana de mar, donde la suma de recetas locales de un país plural, se posan en una carta muy bien diseñada.

Después de varias mesas con gente que amo, me he decantado por algunos platos, mismos que intentaré narrar de la forma más sencilla, con el riesgo de antojar al que no ha estado en Casa Marena y para con quien he compartido mesa, seguro dejaré una sutil lágrima salada, intentando revivir un sentimiento y un sabor bien capturado.
El callo de hacha, siempre fresco, con esa dureza que muestra la calidad de una pesca reciente, un traslado seguro y una guarda adecuada, se poso en mi mesa la primera vez que me senté. La sutiliza de la acidez que con la que se le baña y el toque con sal de mar, lo hacen una genial entrada para aquellos que amamos visitar las playas de Sinaloa.
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La tostada de cangrejo y tártara de jalapeño, es un gran segundo tiempo. Los sabores y las texturas abonan a las mordidas rápidas, como si hubiese desesperación para disfrutar. Todas las veces que he comido en Casa Marena suelo pedir este plato, como si la carta me tentara a la memoria repetida. La almeja siempre me ha gustado. Se me hace un producto donde el mar deposita la energía de las noches de marea en calma. Aquí el chef Israel, las prepara asadas con mantequilla de piquín y pese a que son 4 piezas, siempre me quedo con el deseo de pedir el doble o más. Ya que entre la acidez con picor y el sutil producto lácteo con el que se van al fuego, uno puede generar la adicción maravillosa de la suma de sabor con técnica sencilla, que logra equilibrar la emoción en el paladar.

Una vez más, he vuelto a pedir el lomo de robalo, ahogado en morita y pico de gallo. La cocción es perfecta como dicta la escuela de mar del chef Israel. La salsa de morita guarda un equilibrio entre el picor, la especia y un sutil ahumado, derivado del trabajo con el chile en el proceso de preparación. Es un plato que se puede compartir sin timidez, porque siempre hay algo más que pedir.
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La carta que pasea entre tostadas, ceviches y conchas, antojitos con una base muy fuerte de maíz, más la suma de mar y brasas; opaca la sección de carne y vegetales, porque al final uno viene a comer aquí lo que el mar nos entrega. Sin embargo, como en todo buen restaurante, hay platos para todos, hasta para el que no sepa ordenar.

A Casa Marena he regresado cuantas veces ha sido posible. Cada experiencia va ligada a un gran servicio y a una carta de vinos muy bien seleccionada. La mesa que más me gusta es aquella del segundo piso y se encuentra pegada al balcón, donde las plantas de verde intenso, otorgan una distancia con la realidad de una ciudad llena de tráfico. En esa mesa, que ha sido la reciente, se han tejido historias de color azul y momentos de genial conversación. Advierto que volveré nuevamente, dejando que la memoria del pasado me juegue la sutil trampa de la espera del retorno de aquellos ayeres que no son parte del presente.
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El mar se mueve una vez con enorme sutileza, las olas se siguen posando con suavidad en esta playa dentro de la ciudad. Y como dice el poema de mi viejo amigo de la diplomacia del pasado: “La vida llega en olas como el mar …” Así llegó Casa Marena, con enorme suavidad a la playa de mi memoria.

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