
Japón, Madrid y Nueva York en un solo restaurante. Ikigai Velázquez es la visión más ambiciosa del chef Yong Wu Nagahira.
En pleno Barrio de Salamanca, donde las firmas de lujo conviven con floristerías de toda la vida y cafés de autor, hay un restaurante que parece escapado de otra ciudad, o de otra década. Se llama Ikigai Velázquez, y aunque comparte nombre con el primer proyecto de Yong Wu Nagahira —el Ikigai original de la calle Flor Baja, abierto en 2018— no es una mera sucursal. Es un universo propio, más ambicioso, más refinado, más él.
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Un chef sin fronteras
Cocinero autodidacta y de raíces franco-japonesas, Nagahira comenzó su andadura entre los fogones de algunos de los mejores restaurantes de Europa antes de lanzarse con su primer proyecto personal en Madrid. Su cocina, lejos de los corsés tradicionales, bebe de sus influencias asiáticas, francesas y españolas, pero se expresa con un lenguaje propio, brillante y preciso, consiguiendo el equilibrio entre técnica y emoción, entre identidad y mestizaje.
Aquí el chef da rienda suelta a todo lo que ha aprendido –y vivido– en sus viajes por Asia y Europa. Su cocina habla japonés, sí, pero con acento madrileño, latigazos mediterráneos y ese pulso travieso que lo convierte en una de las voces más interesantes de la escena actual.

Un escenario neoyorquino para una oda japonesa
El espacio ayuda. Ikigai Velázquez ocupa el que fuera el mítico Rugantino, y conserva parte de la arquitectura original diseñada hace más de tres décadas por Noldi Schreck. La transformación, obra de Cousi Interiorismo, nos traslada a un apartamento neoyorquino de los años 80: moqueta en tonos arena y negro, acero cromado, muebles lacados, lámparas vintage y un guiño cenital a Manhattan que se proyecta en las escaleras.
Pero es en la mesa donde se desata el verdadero viaje. El menú degustación propone una secuencia que arranca con ostra y granizado de ponzu, continúa con dorayaki de foie, gyozas de sobrasada, y desemboca en una tanda de nigiris y temaki que justifican el culto que muchos madrileños profesan a este chef. Todo encaja con naturalidad, sin perder el asombro ni el placer.

Quien prefiera pedir a la carta encontrará joyas como el ramen seco de carrilleras con yema curada, las gyozas de gamba blanca con papada y emulsión de cabezas, o el rollito de rabo de toro con curry japonés y yuzu. En el apartado de sushi, el desfile de makis, sashimis, gunkans y nigiris es casi hipnótico: del nigiri de espardeña con pilpil al gunkan de mejillones en escabeche asiático. Hay matices que despiertan la memoria y otros que abren nuevos caminos.

Los platos principales siguen esa misma línea audaz: desde el magret de pato con puré de limón hasta el salmón real semicurado con anguila y aire de tom kha kai, hay una voluntad clara de ofrecer algo más que técnica: emoción. De postre, el soufflé de sésamo o el fraisier de wasabi y coco cierran el recorrido con delicadeza.
La carta líquida merece mención aparte. Con más de 175 referencias de vino, una potente oferta de sake y una coctelería creativa que rehúye lo obvio, en este Ikigai el final se saborea lento, entre sakes, cócteles y sobremesas bien pensadas.
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En resumen, este nuevo Ikigai es la declaración de intenciones de un chef que se mueve con soltura entre códigos, que cocina sin fronteras, y que ha conseguido que Madrid tenga un rincón donde Japón y Nueva York se den la mano bajo la luz cálida de una lámpara ochentera.
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