Crónicas de los placeres: Las mesas que no se olvidan

Paola Norman, nuestra columnista invitada, nos habla de los placeres de la vida y algo más.

Por Paola Norman

julio 18, 2023

Crónicas de los placeres: Las mesas que no se olvidan

Foto: Cortesía Paola Norman

La mesa, ese objeto que se convierte en uno o mil sitios en los que se comparten no solo los bocados y los brindis, sino los placeres y los disfrutes; donde con un halo talento y fortuna la piel se eriza y las pupilas se ensanchan. El lugar donde no podemos escondernos y los gestos nos delatan convirtiéndonos en cómplices de quien tenemos frente a frente… ¡vaya intimidad la de una mesa! Ese sitio donde nos descubrimos y nos entendemos; esa máquina del tiempo para viajar a donde añoramos o a rincones que no conocemos: un festín, un refugio, un comienzo, un consuelo y a veces un hasta luego. 

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Las mesas casi nunca se olvidan (¡y qué desfortuna para las que sí!, no debe haber tristeza más grande para un cocinero que una mesa olvidable y para un hedonista, no recordarla). No se olvida a qué saben, a qué huelen, cómo suenan, cómo se sienten, de qué color son y de qué color nos pusieron; no se olvidan los cómplices y ni los motivos.

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La de Mexko, ¡cómo olvidar la de Mexko! si el chef Iván Fernando Del Razo nos sirvió el corazón de Tlaxcala en un plato: Ximbote de escamoles, el corazón del maguey guisado con larvas de hormiga, servido en una hoja de mixiote con una tortilla ceremonial de maíz criollo. La fortuna de conocer y atesorar el terruño en un plato. ¿El maridaje? ¡Buenos amigos! Irad Santacruz explicándonos a Brenda, a Miguel y a mí los doce años que tuvieron que pasar que para que ese plato llegara a nuestra mesa, ¡sí, doce! Doce años para que el maguey llegue a su edad adulta y se pueda descorazonar; el corazón de un maguey ofrendado en una mesa. Luego, sus lágrimas recolectadas por los tlachiqueros para ponerlas en tinacales; entonces, el elixir de dioses: el pulque. 

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El chef invitado de aquella velada fue Erik Guerrero y su gran cocina: la de Namik (a eso me refiero cuando hablo de mesas y lugares que no se olvidan). Veracruz, rinconcito donde hacen su nido las olas del mar y por allá de diciembre pasado -me tardé- comí por vez primera su taco de jaiba desnuda con mayonesa de chile morita y chutney de tamarindo en tortilla de chiles. Esa noche tlaxcalteca amenacé a Erik con pedirlo doble y así fue. Luego de tomar el menú de seis tiempos cerré con un taco más. Ese día mi cuerpo fue amable y bueno conmigo, me permitió comer como en los viejos y sanos tiempos; yo digo que la buenaventura también estuvo en la compañía y es que en una mesa que se comparte con amigos entrañables y la pasión de dos magníficos cocineros, nada puede salir mal.

¡Y qué decir de la mesa de Ajoblanco! El tocayito vasco, el enorme chef Pablo San Román y el talentoso Manuel Victoria; una de las mejores cocinas mediterráneas/españolas en este país. 

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Mesas de esas que son alegría y cálido abrazo. Antojos cumplidos: la terraza (de las más bonitas y cómodas de la Ciudad de México), una botella de Brut Rosé Billecart Salmon (al fin vecinos) y una tarde lluviosa. Montaditos de ensaladilla rusa y de queso camembert con anchoas, sopa de hongos de temporada, pulpos fritos y bacalao negro. El final, que no fue final sino el comienzo del primer capítulo: canutillos. Cuánto gozo. Una cocina en la que no se deja espacio a los errores, en la que los kilómetros viajados, cocinados y comidos se notan y se comparten; una sala a la altura y en perfecta armonía, ¡como debe ser! ¡Más y muchas tardes de Ajoblanco! Ese es uno de mis deseos. 

El espacio es pequeño y las mesas que no se olvidan (para mí fortuna) últimamente han sido muchas. Dejo en el tintero a Musaafer y sus sabores indios en Houston, a Casa Toni y su cocina con corazón en La Rioja y a Maido en Lima. Solo pido que me sigan sobrando alegrías aunque me siga faltando espacio. 

IG: @paolanorman

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