
Ya se sabe que los italianos convierten todo lo cotidiano en arte: los coches, la moda, hablar con las manos, vestir impecables hasta para sacar la basura… pero con el Parmigiano Reggiano alcanzaron otra dimensión. Pocos alimentos están tan íntimamente ligados a un territorio, a un saber ancestral y a la idea misma del tiempo
como este queso, una obra colectiva, un símbolo de identidad que ha atravesado siglos sin traicionar su esencia.
Nacido en el corazón fértil y suculento de la Emilia-Romaña —entre las colinas de Reggio Emilia, Parma, Módena y algunos pueblos de Mantua y Bolonia—, el Parmigiano Reggiano no admite atajos. Solo puede producirse en este territorio delimitado entre los Apeninos, el río Po y el Reno, donde el microclima, los pastos y la sabiduría artesanal hacen su parte para que la gastronomía se haya vuelto leyenda. Es un queso DOP, y por pliego europeo, la leche, la elaboración, la maduración mínima, el rallado y el envasado deben realizarse dentro de esta zona protegida.

Y, como todos los grandes, tiene imitadores por el mundo. Pero no hay copia posible cuando se trata de una obra maestra. Ni “parmesan” ni variantes industriales: el verdadero Parmigiano Reggiano se reconoce por su sello, su aroma, su textura quebradiza y su sabor profundo y persistente. Solo leche cruda, cuajo de ternera y sal, sin aditivos ni conservantes, procedente de vacas alimentadas con forrajes locales (al menos el 75% de la dieta).
El queso que madura con el tiempo
La magia comienza cada día, sin descanso, 365 días al año, porque la leche no puede refrigerarse. Las vacas se ordeñan por la tarde, y la leche se mezcla con la de la madrugada. En cada caldero de cobre se vierten unos 1.100 litros de leche cruda, que darán vida a dos ruedas de Parmigiano Reggiano.
Cada forma —unos 45 kilos al final del proceso— pasa por un baño de salmuera y necesita al menos 12 meses de maduración, aunque muchos alcanzan su plenitud a los 24, 36 o incluso más de 100 meses. No hay fecha de caducidad para un sabor eterno.
En boca, es una avalancha de matices: frutos secos, notas lácticas, umami limpio y una persistencia casi mineral. Va con todo. Es sublime con fruta fresca, miel o mermeladas, en platos de pasta, en ensaladas o simplemente solo, partido con la punta del cuchillo y acompañado de una copa de Lambrusco.

Cada rueda debe superar los rigurosos controles de calidad del Consorzio del Parmigiano Reggiano, fundado en 1934, que tutela la denominación y garantiza su autenticidad. Durante la cata, los expertos evalúan las formas y, si las aprueban, reciben la marca ovalada a fuego, junto con la placa de caseína que identifica la quesería, el mes y el año de producción. Un verdadero pasaporte de origen y excelencia.
Pero si hay una combinación de culto, es la que hace con el aceto balsámico tradicional de Módena o Reggio Emilia DOP: unas gotas espesas como sirope sobre un trozo de parmigiano de 30 meses. El vinagre balsámico tradicional se elabora a partir de mosto de uva cocido y envejecido durante años en baterías de barricas de distintas maderas. El resultado: un elixir oscuro, denso y equilibrado, con siglos de historia.
Este brócoli rostizado con aderezo de anchoas y Parmigiano-Reggiano es una joya
Almacenes como catedrales
Entrar a los almacenes donde reposan las formas es una experiencia sobrecogedora. Las estanterías se alzan como columnas de una catedral laica, repletas de ruedas doradas alineadas con precisión monástica. Son miles, todas distintas, todas iguales, y el aroma que flota en el aire —a heno seco, leche cocida, humedad noble— es algo que no se olvida. Allí dentro, el tiempo parece suspendido. Cada forma es volteada a mano, inspeccionada y golpeada suavemente por expertos que, con solo un sonido, saben si su evolución sigue el curso deseado. No hay tecnología que reemplace esta sabiduría transmitida de generación en generación.
El proceso de elaboración es exigente, casi heroico en su constancia: los queseros trabajan de madrugada, con leche cruda y técnica inalterada desde hace siglos. Nada se improvisa. Cada rueda es el fruto de un ecosistema que respeta la naturaleza, el ritmo del tiempo y el conocimiento artesanal. Por eso, es crucial distinguir el auténtico Parmigiano Reggiano de las copias: elegir el original es también defender un patrimonio cultural y humano.
La mejor forma de conservar el queso parmesano, según Bottura
Un viaje por la tierra del rey
Recorrer esta parte de Italia, siguiendo el rastro del Parmigiano Reggiano, asciende a experiencia gastro-cultural: una inmersión en una cultura que vive con todos los sentidos, más el del placer. Las visitas guiadas a las queserías —algunas centenarias— permiten presenciar todo el proceso, desde la leche hasta las cámaras de maduración. Las catas comparadas entre piezas de 12, 24 o 48 meses son casi una lección de tiempo.
Y si se trata de enriquecer el viaje, la región ofrece paradas memorables. Cerca de Reggio Emilia, puede combinarse la visita a una quesería con magia, como el Caseificio Scalabrini, con una escapada al Museo Ferrari en Maranello —sí, esta también es tierra de motores—, o alojarse en el elegante Relais & Châteaux Borgo dei Conti Boscolo, con su acetaia tradicional y su bodega privada.

A la hora de sentarse a la mesa, hay templos que celebran al Parmigiano Reggiano como se merece: el legendario Arnaldo – Clinica Gastronomica, en Rubiera, primer restaurante italiano con estrella Michelin; el encantador Ca’ Matilde, donde el chef Andrea Incerti Vezzani transforma el parmesano en alta cocina emocional; o el Ristorante Cavallino, junto a Ferrari, donde Massimo Bottura sirve su scrigno di tortellini con Parmigiano como si fuera una joya renacentista.
En 2024, el “rey” sigue en forma: más de 4 millones de ruedas, casi la mitad exportadas, y una facturación que supera los 3.000 millones de euros. Un emblema que no envejece, solo mejora con el tiempo.