Hay cocinas que le hablan al mundo, que buscan sorprender, provocar o romper moldes. Y hay otras, como la de Jorge Vallejo en Quintonil, que susurran en silencio hasta convertirse en un secreto a voces; que no necesitan gritar para hacerse inolvidables. Cocinas que logran que uno salga del restaurante sintiendo que algo cambió en su ser, como si hubiéramos conversado con cada uno de los platillos del menú.
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Vallejo, con una sensibilidad casi poética, ha ido esculpiendo un lenguaje culinario profundamente mexicano, moderno y elegante, sin artificios. Su cocina es México en estado puro, pero en su versión más refinada: compleja, explosiva por momentos, pero siempre auténtica. Y eso es lo que, desde hace años, ha llevado a Quintonil a ocupar un lugar privilegiado en las listas de los mejores restaurantes del mundo, sin sacrificar un ápice de coherencia.
Jorge Vallejo y Alejandra Flores han logrado no sólo mantener el nivel de servicio y culinario de Quintonil, sino que cada año se superan en cada una de sus facetas.”
Sentarse en una de sus mesas —o en su pequeña barra—, en ese salón cálido donde los detalles cuentan y la cocina vista nos atrae, es entrar en una narrativa construida plato a plato. Los vegetales que protagonizan el menú sugieren una declaración de principios. Hay maíz, quelites, insectos, chiles, texturas y sabores que parecen tener memoria. Todo está ahí por una razón.

Recuerdo, de mi última visita, el chileatole con hierbas de la milpa —que lleva ya tiempo en sus menús degustación— y que ayuda a limpiar el paladar. Dos bocados que, juntos, me robaron el corazón: el taco de kampachi madurado, hongos lactofermentados y almendrado yucateco; y, a su lado, una tartaleta de mejillones con mole de mar, servidos con un oloroso de Bodegas Tradición. Corazón robado. Siguió la ensalada de calabaza mantequilla y tomates, siempre acertada.
Aúna, el prêt à porter de Jorge Vallejo
Recetas como un cangrejo moro en pipián con lima tailandesa y albahaca; o el atún aleta azul con aguachile de brassicas, helado de wasabi, rábano encurtido y hojas de mostaza reflejan ese toque de fusión asiática que tanto gusta a Vallejo.

Más contundente fue el sope de ventresca de atún al grill con adobo de chapulín, segueza de maíz rojo y hormiga chicatana. Brutal. El tamal de pato pibil con crema de elote tierno fue de mis favoritos por su textura, y el final lo puso el Rib Eye de Tequisquiapan con garum de huitlacoche (una odisea), que desde la barra fui observando cocinar muy lenta y amorosamente.
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De postre: sorbete de coco con plancton y caviar; y un pan de elote con rompope de nixtamal y vainilla de Chichicatztle (aunque uno de mis favoritos de Quintonil siempre será aquel crème fraîche con miel de abeja melipona y caviar).
En Quintonil técnica hay mucha, pero, sobre todo, hay una ética: cocinar desde el alma.”
Además del oloroso, el menú líquido fue un recorrido por el mundo a través de un sake IWA 5 japonés; Bassermann-Jordan, EG, de Alemania; Eisele Sauvignon Blanc de Calistoga, California; Patera Marani de Georgia; un Chablis Grand Cru de Domaine Jean Collet; Moscato del Piamonte Regina Di Felicità; una sidra de hielo asturiana, Valverán; y un sorprendente vino naranja de Rioja: Phinca La Revilla.
No es casualidad que Quintonil sea un habitual en The World’s 50 Best Restaurants (#7). Pero, más allá del prestigio de las listas, lo que verdaderamente importa es lo que representa: una cocina que pone en el centro al territorio, al productor, al origen.

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