
Hay quien dice —con malicia— que yo hablo polaco. Es solo una forma elegante —y algo canalla— de decir que aquella noche, la ingesta de vino fue generosa, alegre, irrepetible. Ocurrió en una primavera en Sanlúcar, cuando, tras una fiesta, acabamos —de forma casi clandestina— en un local del barrio alto abriendo botellas. En ese grupo estaba Juanjo, el hermano mayor de Bodegas Cerrón. Compartimos risas, anécdotas, y allí se empezó a gestar este reportaje.
Para que conste: este reportaje está hecho desde el cariño, la honestidad… y sin una sola palabra en polaco.
Porque lo que viene a continuación no necesita adornos ni florituras. Basta mirar, escuchar y probar lo que en Cerrón han construido:
La piel del altiplano
El viento raspa la piel en el altiplano de Fuente-Álamo (Albacete). Aquí, donde el cielo parece más alto y la tierra más seca, la pluviometría apenas supera los 250 litros al año. Y, sin embargo, las raíces resisten. El viñedo, cultivado en secano sobre suelos calcáreos, arenosos y pedregosos, ha aprendido a vivir con poco. En algunos parajes aún se encuentran restos íberos. En otros, memoria viva de la posguerra: trueques, exilios, hambre.

Una historia que fermenta despacio
Es en este paisaje duro, casi silencioso, donde nace Cerrón. Un proyecto con más de 120 años de historia, cuya raíz se remonta a 1895, cuando el tatarabuelo de los actuales propietarios plantó las primeras cepas. Aquel hombre recorría con una mula el camino hacia Levante, cargado con vino que cambiaba por arroz y cítricos. En aquella época, un error en la vendimia podía significar no comer.
Durante años, Juanjo, Lucía y Carlos no querían saber nada del campo. Como tantos jóvenes de entornos rurales, lo asociaban a esfuerzo, escasez, limitaciones. Se formaron lejos: Juanjo y Lucía en Administración y Gestión de Empresas; Carlos, el pequeño, en Biotecnología y Oceanografía. Todo apuntaba en otra dirección.

Pero el campo, como la sangre, tira. En 2011, decidieron volver. No para replicar lo anterior, sino para reinterpretarlo. Sus padres, Juani y Juanjo ya habían comenzado una transición hacia lo ecológico, reforestando, cuidando el entorno. Los hijos lo convirtieron en proyecto vital: una transformación biodinámica radical, con prácticas regenerativas, mínima intervención y conciencia plena del lugar.
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La medida de la tierra
En esta zona de minifundio extremo, la tierra está parcelada no por escrituras, sino por el tipo de suelo. Cada textura, cada fósil, cada perfil calizo define los límites. Y sobre esos límites hay un respeto ancestral.
Un ejemplo: El Cerrico, apenas 0,47 hectáreas, plantado en pie franco. Otro: La Servil, cuya producción es de solo 1.500 kilos por hectárea. Esa austeridad, lejos de ser una desventaja, es la clave de la frescura, un caso excepcional en este rincón del sureste.

La altitud, que en el paraje de La Muela alcanza los 1.050 metros sobre el nivel del mar, hace el resto: permite una maduración lenta, con más acidez natural, y vinos tensos, profundos, salinos. Aquí, el vino no se fuerza: se espera.
Una de las primeras parcelas que recuperaron fue La Calera, completamente abandonada. Hoy es uno de sus viñedos más expresivos. En lugar de química, aplican infusiones de ortiga para desbloquear raíces y mejorar la respiración del suelo. La viticultura es ecológica, biodinámica y viva.
Donde el vino respira
En bodega, todo sigue el mismo principio: escuchar antes que intervenir. Además de tinajas de barro y depósitos de cemento, utilizan foudres de gran capacidad —por ejemplo, un vino como La Servil pasa 14 meses en uno de 5.000 litros y otro de 8.000 litros, mientras que El Tiempo Que Nos Une se cría en un foudre de 5.000 litros—, lo que permite una microoxigenación suave sin que la madera imponga aromas excesivos, donde el vino evoluciona sin adquirir un carácter ajeno al fruto.
Y algo más: no compran uva. Todo lo que producen, lo cultivan ellos mismos, con un control total en campo y bodega.
De las 2.000 botellas que elaboraban sus padres, han pasado a 140.000, y no quieren superar las 170.000. El crecimiento, si llega, será hacia dentro.
Sus vinos —bajo las marcas Cerrón y Stratum Wines— son honestos, profundos, sin maquillaje.
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Enoturismo sin artificios
El enoturismo en Cerrón es una vivencia sincera, sin guiones ni decorados. Se visita el viñedo, se entra en bodega, se cata directamente de los depósitos, se abren botellas, se habla. Y todo se acompaña de una selección de quesos artesanos de elaboración propia, que —si Dios quiere— merecerán su propio reportaje.
Cerrón no es solo una bodega. Es una declaración de principios. Un acto de fe en una tierra extrema, en una forma de vivir sin atajos, en una manera de hacer vino que nace del respeto absoluto a la naturaleza y a la memoria.

Lo que queda cuando se apura la copa
Y si algo me llevo yo de esta historia, más allá del vino y del paisaje, es la amistad que ha surgido con Juanjo y Carlos. Una amistad nacida de tres o cuatro encuentros sinceros, sin protocolos, sin escudos. Ellos son de esas personas tan generosas que, sin pretenderlo, te hacen sentir parte de su proyecto. Parte de su casa.
Vayan, prueben, escuchen. Porque Cerrón no se cuenta, se vive y se bebe.