La mañana nublada de un San Pedro, Nuevo León llama mi atención. Por más que lo deseo no logro escapar del calor del norte. No es mi primera vez aquí, sin embargo, en esta ocasión estoy solo. Arrastro hacia mi, un pequeño asiento metálico y suena el piso. Voltean a verme dos clientes molestos, pero ignoro ese hecho. Procuro sentarme despacio y recargo mis codos en la barra de madera mientras suspiro mirando por la ventana como esperando que algo pase.
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La música del lugar es un viaje por el siglo pasado. Escuché a José José al entrar y al terminar “Volcán” arrancó la voz de Julio Iglesias para después dar paso a los Dandy´s. Los comensales tararean con prudencia las canciones que seguro escucharon en alguna radio vieja y que hoy en el Bambis Café, las escuchan como parte de su nueva banda sonora para desayunar. El menú físico es una joya de arte y tiene ese diseño de las cafeterías viejas de la ciudad de Monterrey. Su color azul talavera con un leve brillo alberga dos sencillas hojas blancas en donde se esconden platos de la región. Las letras rojas en la parte superior, las esquinas azules y encerrado en un paréntesis la palabra “Huevo”, que define las 7 formas en que lo cocinan. Sobre esa sección en la carta, ya había probado el huevo con salsa de chorizo y el que tiene costra de quesos de chiva y shishitos, que es un pimiento verde que se suele asar o freír, pero en esta ocasión mi elección fue el huevo atropellado con piquín. Muy rico, tierno y con un gran sabor.

Un joven amable y seguro al hablar, se me acerca y me ofrece unos frijoles charros, un queso de chiva´ y yo que suelo ser fácil ante las voces expertas en un restaurante, acepto de inmediato. La comanda estaba hecha, sólo faltaba la bebida, y yo que suelo tomar café latte con leche entera, lo volví a pedir. Confieso que llevo años con lo mismo y mi cuerpo no se reciente a esta adicción láctea con un café bien tostado. Entre sorbo y latido, me doy cuenta que la música sigue sonando y la barra que vacía estaba a las 9:30 am, se llenó en un abrir y cerrar de ojos. Me acercan las salsas de piquín, una verde y un jocoque para así comenzar la sesión solemne del desayuno. La belleza de una tortilla de harina que parece recién elaborada, es mi primera sorpresa. La temperatura es alta y su suavidad me lleva a una batalla de manos quemadas donde sacudiéndola no logro retener un pedazo de ella conmigo. Una vez controlada la energía calorífica, la embarro de frijoles charros y le añado un poco de queso.
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De la mano a la boca hubo más de un suspiro y mi corazón se anticipó un latido. Qué buen sabor. Qué delicia y qué sencillez provoca una tortilla de harina.

Los huevos con salsa piquín estaban frente a mí. Las yemas amarillas y tiernas se rompieron al pasar sobre ellas mi tortilla de harina, y la suma de sabores corrieron a mi boca para un segundo de placer en el desayuno”

Trataba de decirle a alguien lo bueno que estaba ese desayuno, sin embargo, al estar solo, jugué con mi memoria y viajé un poco al pasado donde le decía a mi compañía lo rico que estaba este plato. El chef de una visita, mi amiga de corazón, mi cómplice de platos y algunos otros con los que compartí mesa, ahí estaban sentados en mi imaginaria locación sonriendo junto a mí. La mente jugaba a favor y el estómago también, por eso pedí un taco de laminita de puerco, cuya exquisita grasa de la tortilla le hubiese hecho un buen momento a mis amigos de la fiesta de anoche. La mesera me recomendó usar chile piquín y de tres bocados el taco se ausentó de este mundo. La voracidad me ganó y el disfrute aún sigue.
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La cocina en San Pedro y en Monterrey no es cercana a la que llevan a Ciudad de México. Aquí tiene el toque regio del acento, la franqueza con la que hablan y la dureza mal entendida por un chilango. Aquí llegan a desayunar con todo tipo de vestimentas. En sandalias, con botas, pantalón corto, camisa de vestir, vestidos lindos y ropa de ejercicio. Los menús son para locales y la cocina se hace con una genial alegría que sólo habita en el norte de México. La grasa es grasa rica, la carne está en su punto y los vegetales que ponen en el plato son quelites de buena acidez que juegan un papel más allá del adorno.

No tengo nada contra las cocinas viajeras, pero si contra la intensión de venta disfrazada de nostalgia de la tierra. En CDMX los precios son altos por un buen taco regio. Las salsas son repetidos errores de picor y esos lugares hacen del desconocimiento un negocio. Creo que muchos locales del norte de México, en la ciudad capital nos mienten en sus menús. Y eso no es correcto para el comensal que pensando que llega a una embajada de Nuevo León se encuentra sólo con tipografías sin sabor.
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Hoy me quedo con el disfrute de mi desayuno en Bambis Café y con el recuerdo de quien desayuno a mi lado en alguna ocasión. Uno nunca puede saltarse latidos, pero si regresar por suspiros en aquellos lugares donde se han tejido historias con buenos sabores. Al final, uno viaja para comer, para enamorarse y para disfrutar. De eso se trata la vida. ¿O no?

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