Ni pálido ni joven: así es el ‘verdejo de sol’ que recupera la memoria histórica de Serrada

En el vasto universo de Rueda, donde la frescura y la fruta suelen llevar la voz cantante, de vez en cuando surge un verso suelto que nos obliga a cambiar el ritmo. Una invitación a mirar atrás para entender lo que bebemos hoy. Porque hubo un tiempo en Serrada —tierra recia de Valladolid, en el corazón de la DO— en que el vino no se escondía del oxígeno, sino que se aliaba con él.

Esa es la historia que cuenta 1985, la nueva y singular etiqueta de la bodega Diez Siglos. No es un verdejo más; es un ejercicio de nostalgia bien entendida y una rara avis de la que apenas verán la luz 900 botellas.

La alquimia de la intemperie

Lo primero que llama la atención no está en la copa, sino en el patio de la bodega. Allí, 120 damajuanas de cristal se alinean bajo el sol castellano, expuestas al frío de la noche y al fuego del mediodía. No es decoración, es enología sin enchufes.



Las enólogas Noelia Santamaría y Laura Rubio han decidido rescatar la crianza oxidativa tradicional de la zona. Durante doce meses, el vino de uva verdejo vive (y sufre, y cambia) dentro de esos vidrios, transformándose lentamente por la acción de la luz y la temperatura. “Es un ejercicio de paciencia, sin máquinas ni atajos; un ritmo que casi habíamos olvidado”, confiesa Santamaría.

Pero la damajuana es solo el primer acto. Tras su paso por el sol (“soleo”, que dirían en el sur), el vino descansa otros 24 meses en barricas de roble francés bajo un sistema de criaderas y soleras. Un guiño a Jerez en el corazón de Castilla, donde las añadas viejas educan a las nuevas para lograr una profundidad de matices excepcional.

Beberse el año de la movida

¿Por qué 1985? No es solo una cifra ochentera. Es el año de plantación del viñedo de La Coma Alta, el terruño del que nace todo. Son cepas viejas, resilientes, que aportan el carácter necesario para soportar una crianza tan extrema.

Para Antonio de Íscar, CEO de la bodega y nacido en la propia Serrada, este vino es puramente autobiográfico. “En mi casa siempre hubo damajuanas, eran parte del paisaje de los veranos interminables”, cuenta. Recuperar este método es, en el fondo, un homenaje a los abuelos que hacían vino oxidativo (“dorado”, como se le llama aquí) cuando la moda aún no dictaba que los blancos debían ser traslúcidos.

En la copa: el oro de Serrada

Si consigues una de estas botellas (salen a 52 euros en unclubdediez.com), no esperes notas tropicales. 1985 es de color dorado intenso, casi ámbar. En nariz es un viaje serio: almendra amarga, nuez, vainilla y esa tostada elegancia que da la oxidación controlada. En boca es amplio, estructurado, con ese filo entre el amargor y la acidez que hace que los vinos viejos sean gastronómicos y eternos.

Es, en definitiva, un vino para beber despacio. Un “dorado” que demuestra que, a veces, para innovar en Rueda, lo único que hacía falta era sacar el vino al patio y dejar que el sol hiciera su trabajo.

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