El Silencio entre las Llamas: la resiliencia de un viñedo centenario en el Valle del Jamuz
Valle del Jamuz

El fuego no entiende de historia. No distingue entre siglos de raíces o entre la ilusión de una familia. Llegó al Valle del Jamuz con la brutalidad de un animal desbocado, arrasando pinares, encinares y la memoria vegetal de generaciones. Entre el humo y el estruendo, las viñas viejas de Fuentes del Silencio se aferraban a la tierra como si de ese gesto dependiera no solo su supervivencia, sino también la de una forma de vida. Allí, donde cada cepa cuenta una historia que empezó antes de que naciéramos, la amenaza de perderlo todo se volvió tan real como el calor que abrasaba sin descanso.

El proyecto de Fuentes del Silencio es un mosaico. Decenas de pequeñas parcelas repartidas por todo el Valle del Jamuz. Viñas viejas de Mencía, Prieto Picudo, Alicante Bouschet y Palomino que crecen en vaso bajo, abrazadas a suelos pobres y pedregosos. Cada parcela es distinta. Cada viñedo guarda un relato. Juntas forman la identidad de la bodega, un puzle de memoria y de futuro.

En Herreros de Jamuz, el corazón de Fuentes del Silencio, el silencio habitual del campo se rompió de golpe: sirenas, pasos apresurados, el chasquido de las llamas. Fundada en 2013 por Miguel Ángel Alonso y María José Galera, y hoy dirigida por su hija Paula Alonso, la bodega nació para rescatar viñas viejas —algunas anteriores a la filoxera— y devolverles vida con un cultivo respetuoso, casi reverencial.



Pero el fuego nunca golpea igual. En La Fontanica, una parcela junto a la carretera de Nogarejas, no quedó nada. En La Gándara, a la entrada de Herreros, las llamas se quedaron alrededor, como si un capricho del azar hubiera decidido salvarla. En Quintana, el fuego pegó con fuerza: algunas plantas ardieron, otras se secaron. Solo el arado, convertido en inesperado cortafuegos, evitó una pérdida mayor. Y quedan aún por revisar las parcelas más escondidas, en Quintanilla y en Palacios de Jamuz, donde el fuego también dejó su huella y donde todo está por confirmar.

El martes fue el día más duro. No había medios. No había dotaciones profesionales. Solo los vecinos, que con tractores, cubas de agua y más coraje que miedo defendieron el pueblo y las viñas. El miércoles, por fin, llegó la UME. Pero el primer escudo contra las llamas fue humano, fue colectivo. Fue la gente.

La familia de Paula, que lleva años recuperando un viñedo viejo para devolverle la dignidad perdida, sintió entonces un golpe difícil de explicar. Duele ver cómo parte de ese trabajo, tantas jornadas de esfuerzo bajo el sol, tantas ilusiones invertidas, se convierte en ceniza en cuestión de minutos. Son días de tristeza. Días de andar entre cepas ennegrecidas y sentir un nudo en la garganta. Y sin embargo, también son días de resistencia: de no rendirse, de volver a tocar la tierra, de cuidar lo que aún respira.

El martes siguiente, la enóloga de la casa, Marta Ramas, caminará con Paula entre las viñas para verlas una a una. Será un diagnóstico de urgencia, casi un acto médico, donde cada planta examinada marcará un pedazo de futuro.

Apoyar con una copa

El vino no es solo un producto. Es una cadena de manos que se enlazan. Si de verdad existe solidaridad en el mundo del vino, este es el momento de demostrarla: apoyando proyectos como Fuentes del Silencio, que hoy sienten amenazada no solo su viña, sino una parte de la memoria rural leonesa.

A veces, la solidaridad se expresa en un gesto sencillo. Abrir una botella. En la web de la bodega (fuentesdelsilencio.com) reposan vinos que son pura memoria del valle: Las Jaras, un tinto coral nacido de varias parcelas, o La Gándara, profundo y elegante, que guarda la voz de un viñedo singular. Compartirlos es más que un placer. Es un modo de estar cerca, aunque sea desde la distancia.

Quienes escribimos sobre vino no lo hacemos solo para hablar de aromas o de añadas. Lo hacemos para alumbrar lo que tantas veces queda en penumbra: las manos que trabajan la tierra, la gente que sostiene el viñedo, la cultura que se escribe en cada racimo. Y también, cuando llega la adversidad, para poner nuestro granito de arena. Contar esta historia es otra forma de apoyar. Escribirla es acompañar. Porque el vino no es solo una bebida: es patrimonio vivo. Y cuando el patrimonio arde, nos duele a todos.

Días después, la bodega huele a humo y tierra húmeda. Las manos que ayer combatían el fuego hoy revisan cepa por cepa, buscando señales de vida entre los sarmientos ennegrecidos. Y en un rincón, entre cenizas, un brote verde se abre paso. Pequeño. Frágil. Casi invisible. Pero suficiente para recordar que no es solo el inicio de una vendimia: es la certeza de que, por muy alto que ardan las llamas, la esperanza en el Valle del Jamuz no dejará de latir.

Síguenos en: Facebook / Twitter / Instagram / TikTok / Pinterest / Youtube

Sigue al autor: @cientovoland