La dictadura del sabor. ¿La sazón tiene la razón?

En Lima hay un debate silencioso. Ocurre en las mesas, a bocados y sin palabras. Dos restaurantes de fama mundial dirigidos por chefs de la misma generación que son amigos y plantean acercamientos radicalmente distintos a una misma realidad gastronómica: comerse el Perú en un menú degustación. De un lado está Central, de Virgilio Martínez, […]

febrero 26, 2018

La dictadura del sabor. ¿La sazón tiene la razón?

Foto: Minerva GM

En Lima hay un debate silencioso. Ocurre en las mesas, a bocados y sin palabras. Dos restaurantes de fama mundial dirigidos por chefs de la misma generación que son amigos y plantean acercamientos radicalmente distintos a una misma realidad gastronómica: comerse el Perú en un menú degustación. De un lado está Central, de Virgilio Martínez, con una propuesta altamente conceptual que organiza el país por pisos ecológicos: cada plato representa una altura, respecto al nivel del mar, y busca poner en escena los productos que se extraen de un determinado ecosistema. Hay preparaciones por debajo del nivel del mar y por encima de los 4000 metros. Todo paisaje es comestible, por radical que sea, parece decirnos. Del otro lado está Maido, de Mitsuharu Tsumura, con un propuesta altamente hedonista que utiliza la tradición nikkei —la fusión natural de lo japonés y lo peruano ocurrida en las mesas domésticas de Lima—, para proponer una mirada profundamente enfocada en el sabor: cada plato busca exacerbarlo, acentuando aún más nuestro entendimiento de lo placentero. Todo es susceptible de hacerse delicioso, también parece decirnos. Concepto y sabor se enfrentan a uno y otro lado de la mesa, no solo allí, sino en otros escenarios del mundo. No es raro que la crítica y los foros de discusión en los que se encuentran los comensales, repitan esta persistente oposición, sea en Madrid o Milán, en Nueva York o en Bangkok. Bloggers y expertos hablan con frecuencia de mucho discurso y poca intensidad o demasiada concesión al gusto y falta de rigor conceptual. En una forma de expresión humana a la que constantemente se le cuestiona su condición de arte, no es extraño que se exploren sus límites y se quiera ir más lejos. Tarde o temprano aparecen dos preguntas medulares que en el fondo son la misma: ¿de qué arte culinario se habla si se privilegia el fondo del mensaje antes que el placer que brinda? ¿De qué arte se habla si reducimos el mensaje solo al sabor? Andoni Luis Aduriz, cocinero del célebre restaurante Mugaritz, ha ensayado una respuesta: “Un día un crítico nos acusó de estar al borde de la insipidez, y a partir de ahí nosotros decidimos trabajar sobre eso. Dijimos: ¿es un defecto? Pues va a ser una virtud. Durante mucho tiempo Mugaritz fue muy rompedor porque, después de siglos diciendo en el mundo de la gastronomía el mantra de que el sabor es lo primero, nosotros lo usimos en cuestión. Estamos en el umbral de la insipidez porque entendemos que las texturas tienen tanta o más importancia que el sabor”. Que algo sepa poco o nada no debería sorprendernos. En Asia desde hace siglos se desarrollan culturas como la china, con comprensiones tan profundas del placer que su ausencia representa una forma superior de experimentarlo, y en otros campos de la expresión humana, en Occidente, ya ha llegado a definiciones igualmente radicales —“la música es la interrupción del silencio”, parece decir John Cage con su pieza 4’33, en la que la interpretación consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos sin tocar ningún instrumento—. Tampoco resultan extraños en la cocina de hoy los productos que no son sabrosos pero tienen un alto valor gastronómico a pesar de su característica insipidez, como las angulas, el cushuro, las lapas y los avalones. Su uso, en un mundo post Andoni, requerirá pensamiento profundo y absoluta coherencia. El cocinero lo resume en dos mantras que, según quienes trabajan a su lado, repite constantemente: primero, más que sabor, la comida en Mugaritz procura tener sentido; segundo, las cosas no tienen que estar buenas para que te gusten.
sabor

Minerva GM

Dani Lasa, director del taller creativo del restaurante profundizó al respecto en el foro Diálogos de Cocina 2017, organizado por el Basque Culinary Center en San Sebastián: “Decimos que normalmente un restaurante es un lugar en el que hay que dar placer al comensal a través de diferentes mecanismos. Hemos ido decodificando esos mecanismos, desde el más físico (saber cómo funcionan los sentidos, saber qué es lo que es salado, lo dulce, lo amargo), a lo más neuronal (cuáles son las emociones que pueden darse en una mesa). Está ese placer emocional psíquico, pero también está el placer estético, un placer lúdico… distintos tipos de placer que si los llevamos a otro tipo de disciplina no necesariamente significan complacer al espectador o consumidor con aquello que le gusta, sino sorprenderlo con otro tipo de mecanismos que no conoce y llevarlo a cierto tipo de disconformidad”. Y sigue, “escucho de forma peligrosa la dictadura del sabor: ‘cocina es sabor’. Me suelo sentir incómodo con ese término. Creo que somos esclavos del sabor. Cuando voy a un lugar sabiendo que mi salud no está en juego, no quiero que me den aquello que conozco y que va a satisfacer mi paladar. Sé que mi cuerpo me va a pedir salado, dulce, amargo, ácido, umami. Yo quiero experimentar con todos los sentidos que me han dado para conocer algo desconocido. Teníamos un plátano puesto al sol que parecía podrido. Lo poníamos con intención, no para que lo disfruten con el paladar. Creemos que la responsabilidad está en nosotros, pero también en el comensal. Reivindico el no restaurante como el restaurante que no tiene necesariamente que complacer al paladar de una persona. Creo que los comensales somos suficientemente maduros como para desafiar al paladar y complacernos de otra forma”. Al fin un cocinero que habla como semiólogo. Sin citar a Benjamin, Barthes y Eco, Lasa acaba de pedirle al comensal que aborde un plato como un lector o un espectador haría con cualquier “obra abierta” en la cual ésta se completa cuando el sujeto la experimenta y construye el sentido. A partir de aquí es posible prefigurar un universo sensorial diferente: esta defensa de lo insípido abre otras, infinitas, posibilidades. Por ejemplo, en unos años usted comerá no insípido, sino feo, y aplaudirá la ocurrencia como un loco desatado de gozo. Que el placer nos coloca en un estado límite que incorpora lo tanático, es una materia que han estudiado ampliamente psicólogos, antropólogos y filósofos y, a estas alturas, tal vez no sorprenda a nadie o no debería de hacerlo. La vida está repleta de cosas horribles y hermosas. Una explosión. Una demolición. El progreso de una enfermedad. El deterioro. La angustia. Son asuntos cotidianos —conflictos si se prefiere—  que han alcanzado admirable factura en fotografías, pinturas, películas, libros y performances teatrales. Algunos de los artistas que hoy figuran en el canon de lo bello toman estos temas como motivos y los repiten en trabajos que logran el ocasional aplauso de sus contemporáneos y de las generaciones que los sucedieron. Witkin retrata cadáveres o incluso partes de cuerpos en relativa descomposición. Munch, la angustia del entrante siglo xx en una expresión congelada —un grito— de asombro y desconcierto. Está la violencia intrínseca de las sociedades en el espejo de niños y adolescentes que plasmaron por escrito Golding y Vargas Llosa. La decadencia de cuerpos e ideas de La montaña mágica, de Thomas Mann. ¿Por qué no un plato que a punta de fermentos y por la acción de bacterias hable de la alternancia extraña entre la vida y la muerte? ¿U otro sobre la tristeza de los animales que los conductores dejan morir al lado del camino en su tránsito decididamente veloz hacia la ciudad o a ninguna parte? ¿O la soledad del ciervo que se desangra en el bosque luego de una escena de caza? Son invenciones que ya existen o existieron, que incitan a la imaginación en los respectivos restaurantes en los que se ejecutan. Puede que un atisbo de ello haya sido ya prefigurado por una de las mentes más revolucionarias y adelantadas de la historia. En Reinventar la cocina Ferran Adrià: un viaje incesante por la gastronomía, el periodista Colman Andrews detalla uno de los platos que le tocó probar en El Bulli, de Ferran Adrià: “Anémona de mar 2008. Sencillamente la ración de anémonas, sesos de conejo crudos, ostras y calamondin (un cítrico agridulce del sudeste asiático) en caldo tibio de eneldo que se toma a diario… No me atrevería a describirlo como más tarde vi por casualidad en un blog como ‘epugnante. Vomitivo. ¡Una pesadilla!’, pero lo encontré tan desagradable y cacofónico que por un momento me pregunté si Ferran no se había vuelto loco. Me dio dolor de muelas. Más tarde uno de los cocineros en prácticas me contó que, una noche, el venerado chef vasco Juan Mari Arzak (uno de los mejores amigos de Ferran y asiduo de El Bulli), tras probar este plato, entró en la cocina y le preguntó a Ferran cómo se le había podido ocurrir semejante barbaridad. ‘¡Es horrible!’, exclamó por lo visto. Al parecer, Ferran se echó a reír”. ¿De qué? No se sabe. Tal vez, con los años, esa risa de Ferran sea la sonrisa de una nueva Monalisa.

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